19.2.14

El soldado español [cuento corto]

el soldado español

"La patria no son las banderas ni los himnos, ni los discursos apodícticos sobre los héroes emblemáticos, sino un puñado de lugares y personas que pueblan nuestros recuerdos y los tiñen de melancolía, la sensación cálida de que, no importa donde estemos, existe un hogar al que podemos volver". -Mario Vargas Llosa


Llegó una tarde cualquiera con dos sacos negros de plástico a lo más alto del cerro desde donde se podía ver toda la ciudad que por lo general devolvía la mirada con desprecio. Los habitantes de ese humilde rincón acogieron con silencio solidario al tímido anciano que se afanó en terminar de construir rápidamente su covacha a base de maderas y cartones que recogió diligentemente durante todo un mes.


Uno de los residentes de la barriada era un joven de no tan buena fama, cosa que a nadie importaba ya que eran muy pocos quienes ahí sobrevivían honradamente. El viejo vendía periódicos y revistas cerca del mercado donde el joven merodeaba con su pandilla y de tanto cruzar miradas se acostumbraron a darse los buenos días. El viejo no era de hablar mucho, como si sus palabras fueran esas pocas monedas que ganaba y que prefería no gastar inútilmente. Cuando el mercado cerraba, los únicos puestos que quedaban abiertos eran los bares de mala muerte, donde los bolsillos más deprimidos podían encontrar refugio. En esos rincones malolientes y sucios, componentes que parecían no incomodar a los parroquianos de triste calaña, el joven volvió a toparse con su añejo vecino a quien le gustaba sentarse apartado del resto, mirando su vaso de plástico lleno de ron, al que hacía girar lentamente sobre la mesa. “¡Rusia es culpable!” – se le ocurrió gritar al viejo un día y quienes lo escucharon rieron pensando que el tipo solitario se había vuelto loco. Con el pasar de las semanas se le dio por seguir gritando más frases y vivas incoherentes, cosa que algunos ya no tomaron con humor, tanto es así que en más de una ocasión el joven tuvo que intervenir para evitar una desigual pelea. Estas acciones no pasaron desapercibidas y un día el viejo invitó al joven a su casa para beber juntos lejos de las peleas y el insoportable tufo de esos antros.

El cuartucho era oscuro pero asombrosamente ordenado. El viejo tomó dos llantas de camión que guardaba en una esquina y les puso cojines encima para volverlos sofá. Se sirvieron ron a vaso lleno y no pasó mucho para que el viejo volviera a delirar. “¡Voljov, Voljov!” –repetía incansable y no parecía haber forma de pararlo. El joven decidió dejarlo en sus disparates pero la curiosidad hizo que regresara la noche siguiente, sobre todo para preguntarle qué demonios significaba Voljov.  Entonces el viejo –que parecía haber estado esperando ese momento- le extendió la mano y se presentó. Dijo llamarse Luis Ángel Sánchez Molina y ser un ciudadano español. El frágil cabello cano, la piel curtida por el sol y el acento perdido hizo que el joven no pudiera esconder una mueca de burla. El viejo sin embargo mantuvo la postura y continuó. Perteneció a la División Azul, en la que se  enroló voluntariamente cuando tenía dieciséis años, falsificando documentos para combatir en Leningrado contra los rusos comunistas junto al ejército alemán durante la Segunda Guerra Mundial. “¡Soy un veterano del Regimiento de Infantería Martínez Esparza!” finalizó.  ¿Quién podría creer a este pobre abuelo alcohólico? –pensó el joven, más que entretenido con la escena.

Desde ese día
el viejo se volvió una máquina inagotable de contar cuentos y el joven lo buscaba siempre para escuchar más de esas historias casi inverosímiles pero fascinantes. “Al no conseguir el objetivo nos mandaron a casa pero yo decidí irme a Francia por dos años. De un momento a otro la gente empezó a mirarme mal, me señalaba de extremista, entonces escapé y por errores del destino terminé en la cárcel”. Código antiguo de los ex reclusos era el no confesar el motivo de la condena y así fue acatado. “He visto media Europa con mis propios ojos y con los mismos he visto agotar la mitad de mi vida en cuatro paredes”. La voz del viejo por momentos se estremecía, su mirada entonces decía más que sus palabras. Una noche colmada de ron confesó: “Escondí una fortuna en un descampado antes de que me detuvieran y ahora es un jodido parque en medio de un barrio lujoso. Apenas me vieron me echaron inmediatamente. Sé exactamente dónde está, si tú consigues desenterrarlo, te prometo que te doy la mitad”. El joven supuso que era una fantasía más pero los ojos consumidos del viejo brillaban cada vez que se refería a su tesoro.

Cinco años más tarde, mirando al cerro miserable desde muy lejos, el joven echó de menos volver a escuchar una de las tantas aventuras de su héroe español, recuerdos que poco a poco se iban diluyendo en su memoria como los cubos de hielo en su vaso de ron.


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