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Un peluquero chino en Milán

un peluquero chino en Milan

Un viejo amigo poeta me dijo alguna vez que si escaseaba la creatividad, había llegado momento de ir a una peluquería, porque allí se pueden sacar las mejores historias. Yo, que escapo siempre que puedo de las barberías, recuerdo haber reído y contestado que prefería mil veces sentarme a solas en un bar de dos centavos antes que ir donde el peluquero voluntariamente. No sabía que años más tarde le daría la razón.

Era lunes ocho de diciembre, Día de la Inmaculada Concepción y en Italia como en otros países, era feriado. A pesar de la fecha religiosa, mi cuerpo se entregó a una placentera y mundana ociosidad. Un lunes no laborable se siente como una infeliz extensión del domingo, aún quizás más aburrido. Pero yo lo disfruté tanto moviéndome al ritmo de un caracol que olvidé por completo que el martes por la mañana tenía una importante reunión de trabajo. Tantas veces había sido pospuesta que hice lo mismo con el día programado para cortarme el pelo. Si, lo debo poner en agenda porque como ya he referido, odio ir al peluquero. El pensar que debo estar sentado mirándome al espejo mientras el encargado de retocar mi pelaje va ensayando en vano conversaciones triviales, me desanima en lo absoluto. Seguramente tendrá aspectos buenos que me estoy perdiendo pero no he hecho el mínimo esfuerzo por averiguar cuáles pueden ser.

Al ser feriado mis posibilidades de encontrar un negocio abierto eran casi nulas, sin embargo el temor de causar una mala impresión con los clientes que finalmente nos visitarían hizo que me apresurara a recorrer las cercanías de mi casa en busca de un experto con las tijeras que pudiera salvarme. Luego de cuarenta minutos, con las manos frías y los pies cansados, estaba por darme por vencido cuando a pocos metros divisé un cartelito mostrando la mágica palabra “Parrucchiere” e iluminado por luces de neón. Era imposible que un italiano abriera su local un día feriado, si apenas lo hace en días normales imaginemos cuando el calendario indica festivo. Descubrí entonces que era una peluquería de chinos. Encantado con el espíritu emprendedor de estos incansables ciudadanos orientales e ignorando las advertencias de mi novia de evitar a estos maestros de los mil oficios y el low-cost, decidí entrar.

Estaban atendiendo a una chica, cosa que me tranquilizó, las mujeres tienen más cuidado con su cabellera y no la dejarían en manos de cualquiera. El más joven de los peluqueros que ahí estaban se acercó a mí y me invitó amablemente a sentarme en una de las sillas disponibles. Sin preguntarme cómo quería el corte, se puso de inmediato a trabajar. En un dos por tres me encontré cubierto con un delantal rojo cual camisa de fuerza y al joven chino, cuyo peinado parecía una caricatura, encima de mi cabeza armado con tijeras y peine. Temiendo terminar igual o peor que él, le pedí que me hiciera sólo un corte simple, sin nada de extravagancias. Descubrí que no entendía casi nada de italiano así que traté de arreglármelas con señas. Hizo una pausa y cuando terminé de explicarle retomó rapidísimo su faena. Bendito sea el lenguaje universal de los gestos, pensé. La tranquilidad me duró lo que el chinito demoró en quitarme la bata diciendo de pronto que había terminado.

Estaba confundido, creo que ambos lo estábamos. Le pedí con señas que yo quería el cabello más corto. Sacó entonces una de esas máquinas rasuradoras eléctricas para sabrá Dios qué malvado propósito y yo solté un ¡No! Casi a manera de súplica. Sólo más corto por favor, chinito. Él hizo otra pausa, esta vez más larga, tomó sus tijeras, me envolvió en el mandil rojo y procedió nuevamente a cortarme. Confieso que en ese momento tuve miedo, podría apostar que me odiaba y tenía en sus manos un objeto punzo cortante que además movía con destreza. Pensé luego en cuánto dinero podríamos ganar juntos. Ya el describir a un peruano hablando italiano con un chino en una peluquería en Milán sonaba a chiste. Sería imposible proponérselo, primero porque no nos entenderíamos y segundo porque parecía estar contando los minutos para deshacerse de mí.

Veloz como era, terminó en pocos minutos su trabajo, esta vez tal como se lo había pedido. Sin decir nada, me quitó el mandil rojo y desapareció. La jovencita de la caja me dijo que eran ocho euros, yo pagué apurado y agradecí, me respondió bajito y con la mirada busqué al chinito para ver si nos perdonábamos el malentendido con un apretón de manos. No lo encontré pero sospecho que me observaba desde algún rincón de ese local. Salí, respiré el aire frío de la calle y emprendí acelerado el camino a casa, listo para escribir esta historia, recordando a mi viejo amigo poeta.


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Comentarios

  1. Te puedo asegurar que las peluquerías femeninas son fuente inagotable de historias y uno que otro mal entendido; pero siempre te sorprende la psicología del peluquero para escuchar y una y otra vez los mismos dolores y fracasos amatorios.
    Abrazos Eduardo y anticipadamente ¡Feliz Navidad!.

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    1. Es muy cierto Taty, no me había puesto a pensar que todos los días deben escuchar tantos problemas ajenos. Asumo que tienen su propio peluquero/a para desahogarse igualmente :D
      Que agradable sorpresa saber de ti. Un fuerte abrazo y una feliz Navidad para ti también.

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  2. Jajaja me ha pasado local, por eso siempre me voy a cortar donde Ricky, mi peluquero estrella que ya conoce mi cabeza (guarda ahi jaja)

    http://lasensaciondesconocida.blogspot.com/2012/09/ricky-mi-peluquero-estrella.html

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    1. Buenísimo tu relato EBP, con lo de "pantalón saca-pompis" casi me caigo de la silla. Escribe más seguido, un abrazo!!

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  3. Hay miles de lugares que sirven para recolectar historias, y la pecuquería es una de ellas. Muy buena anécdota en forma de relato.
    Te mando un abrazo y te deseo un muy feliz año nuevo.
    Saludos.

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    1. Creo que tantas veces es la historia que encuentra al escritor y no viceversa. Otro abrazo para ti Raúl, feliz año!

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  4. Los chinos hasta recalaron en Milán, qué maravilla. Aquí, en Buenos Aires, se dedican a gestionar supermercados, chiquitos como ellos o restaurantes del tipo "tenedor libre". Tampoco les preocupa aprender el idioma y te salvan en los días feriados porque están siempre abiertos.
    Me gustó mucho cómo contaste las peripecias del peruano que vive en Milán y se corta el pelo en una peluquería china. Muy internacional.
    Un abrazo, Eduardo.

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    1. Muchas gracias Mirella! Creo que una metrópoli no puede reputarse como tal si no tiene su propia Chinatown. Sabes, pensé en volver a esa peluquería pero probablemente perdería todo su encanto, he decidido dejarla como está grabada en mi memoria.
      Un fuerte abrazo.

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  5. La peluquería y yo mantenemos una relación amor odio... ya me separé de ella y me rapé para no tener que contar historias como la tuya¡¡ jajajajajaj... un abrazo y genial relato¡¡¡

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    1. Buena decisión Francis, considéralo también un ahorro de tiempo/dinero ;) Un abrazo!!

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  6. Interesante anécdota, que se vuelve sumamente atrapante con el manejo impecable del suspenso que lográs al contárnosla
    Genial, Eduardo.
    ¡Saludos!

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    1. Agradezco mucho tus palabras Juan Esteban, visítame siempre, un abrazo!

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