La noche de mayo del año 1630, en la que sería recordada como una de sus más terribles primaveras, la ciudad de Milán no pudo dormir. Los rumores de un monstruo invisible y despiadado se transformaron en gritos desesperados, un presagio del destino de los miserables. Esa terrible y extraña enfermedad, de la que médicos y sacerdotes no habían descubierto su origen ni cura, había llegado.

Nadie estaba a salvo, los más ricos abandonaban la ciudad como si escaparan de una fiera al acecho, los más pobres caían de rodillas implorando a Dios, mientras caían mujeres y hombres que, conscientes de su final, solían aislarse con lo que les quedaba de fuerza para, moribundos, rogar por un segundo de piedad de su Señor para que la muerte les sorprenda dormidos.  

Existía sin embargo una zona cerca del centro, en la casa número dos de Via Laghetto, una calle lúgubre conocida por ser morada de bribones, seres de dudosa reputación, donde vivía una mujer de la que se decía que curaba la enfermedad. Algunos afirmaban haberla visto danzando sobre su techo, de madrugada, como si invocara a divinidades oscuras.  Esta es la historia de Arima, la bruja de la peste. 

Era una época de contrastes, días en que la fe determinaba quién era bueno y quién no, en la que se podía perder todo en una hoguera por una mínima sospecha o acusación secreta. No había jueces imparciales, solo la familia, un buen amigo o quizás un poblador que se apiadó podía fungir de defensor. Nadie jamás se atrevió a acusarla, ni siquiera mencionar su nombre en voz alta, pero las frías paredes tienen oídos y corrió el rumor que Arima no sólo era una mujer misteriosa, de largos cabellos pardos, que salía de casa de noche, a veces con el rostro cubierto, otras con una especie de corona de flores marchitas sobre la cabeza. Arima era una bruja y no cualquiera, era la más poderosa de todas. 

El gran Duomo di Milano estaba en construcción, una imponente catedral que requería la fuerza de cientos de hombres, quienes no vacilaban en transportar por kilómetros el mármol y carbón necesarios para completar la obra, así tuviesen que trabajar día y noche, alimentados por la esperanza de obtener la misericordia divina. En esa era oscura, de dogmas y desconfianza, en las orillas de Via Laghetto, había un pequeño puerto donde, a través de largos canales, llegaban embarcaciones que transportaban todo este material. Cuando caía el sol, el lugar se volvía peligroso y sombrío donde solo los más avezados o simplemente quienes no tenían nada que perder, se daban cita para beber, compartir un plato caliente alrededor de una fogata y a veces para escapar de inquisidores. Todos tenían algo en común: olvidar que allá afuera acechaba el fin. 

Con el pasar del tiempo se fueron disipando las tinieblas, las lágrimas por los caídos se fueron secando junto con las hojas de un otoño inminente. Las voces y lamentos se hicieron ecos que todavía resuenan en las calles empedradas. De Arima no se supo más, pero su leyenda sobrevivió a generaciones. Si vienes a Milán y, caminando de noche por las cercanías del centro llegas al número dos de Via Laghetto, no mires hacia arriba, podrías ver la sombra de una mujer danzando, clamando piedad por esas vidas condenadas. Quizás por tu propia vida.