Es la enésima vez que llego tarde a casa por sucumbir nuevamente a la presión de los amigos después del fulbito del viernes por la noche. Atravieso la sala a oscuras, guiado por la pantalla de mi celular y al llegar a la cocina me seco media botella de agua sin dificultad. Esta rutina ya practicada y repasada me habría servido para bosquejar mentalmente la excusa que me habría salvado de terminar condenado a dormir en el sofá. Pero esta vez no quiero esforzarme, he decidido asumir las consecuencias de mis errores y suplicar perdón. Me desvisto mientras subo al segundo piso en puntas de pie, convencido de someterme al inminente castigo, osadía que sin embargo me da una sensación de sosiego mientras abro lentamente la puerta de la habitación. Veo su silueta cubierta por las sábanas al lado de la cama e inmediatamente siento que ella no se merece a un mequetrefe borracho que no sabe decir que no.
Tanteo bajo mi almohada para recuperar mi pijama y en poco tiempo me encuentro echado, abrigado y arrepentido. Dudo de mi habilidad para colarme sin pasar desapercibido por lo que asumo que ella estará tan enojada, o resignada, que ni siquiera se ha molestado en saludarme. Pasan los minutos y permanezco boca arriba, pensando si vale la pena decir algo sensato ahora o si es mejor esperar a que llegue la mañana. La cabeza no deja de darme vueltas así que decido exiliarme voluntariamente a mi rincón del castigo y transcurrir allí lo que queda de la noche. Me instalo en el manso sofá de la sala, que en sus trajinados años se descubrió cómplice de inacabables horas de ocio y en muchos otros un mudo testigo de arrebatos carnales cuando con mi esposa saboreábamos libre y espontáneamente las mieles del placer. Estos recuerdos se interrumpen de repente porque escucho que hay alguien que está metiendo la llave en la cerradura de la puerta principal.
Me incorporo, mis brazos se ponen tensos, mi corazón está por estallar, la resaca es ya cosa del pasado. Agarro como arma una estatuilla en mármol de David, regalo de mi suegra a su regreso de Italia. Freno mis ganas de gritar porque a mi mujer le provocaría un gran susto, ya tiene suficientes problemas conmigo. Me preparo para lo peor mientras la perilla comienza a girar. Estoy a punto de asestar un golpe seco, decidido, emulando al héroe épico que tengo entre mis manos pero me detengo en el preciso momento que reconozco los ojos aterrorizados de mi esposa al verme dispuesto a atacarla. Mi cuerpo de pronto se debilita, un escalofrío anuncia que estoy por desvanecerme y si no fuera por sus tiernos brazos habría terminado cayendo al suelo junto a David. Había olvidado por completo que ella estaba de viaje por trabajo durante estos días ¡Qué idiota he sido, estaba por cometer un horrible crimen! Dos segundos después de éstas reflexiones, en mi último aliento y antes de perder la razón para siempre, me pregunto quién, o qué, yace aún sobre la cama de nuestra habitación.
Comentarios
Publicar un comentario