Seis y
quince de la mañana y sólo he dormido dos horas. Anoche me pasé de copas como
casi todas las veces que salgo, pero para mi mala suerte hoy es viernes y debo
levantarme para ir a trabajar. La buena
noticia es que no tengo resaca. La mala
es que aún estoy borracho. Aunque mi cuerpo está absorbiendo lentamente lo
bebido y bailado, puedo bañarme y moverme sin tantos problemas. No quiero ni
mirarme al espejo, seguramente estoy con una cara como si fuera de cera, pero derretida.
Felizmente tengo ropa limpia y planchada y sólo debo vestirme, lo cual hago sin
ganas y casi por inercia. En el camino al trabajo pongo música que ayude a
mantenerme despierto; he decidido escuchar
uno de mis CDs favoritos: Lo mejor
de The Rolling Stones en concierto, y pretender cantar en inglés mientras
manejo rápido, insultando de vez en cuando – en inglés- a los taxistas que
quieren cerrarme el paso. Mick Jagger conserva aún esa voz que llama a cantar
en grupo y celebrar la vida. Viejo bastardo, seguramente estás ahora tranquilo
en tu casa durmiendo después de haberte cogido a una fanática ochenta años
menor que tú. Y seguro que también has bebido más, pero sobre todo, mejor que
yo. Quizás no debí estudiar administración sino ser músico, rockero, punk, con
tatuajes, piercings en la boca, con
el pelo largo y metiéndome mil cosas tóxicas sin morir, dormir de día y vivir
de noche. Ser un hijo de puta y cambiar de novia cada mes, coger sin
enamorarme. Al menos lo bohemio lo tengo bien aplicado.
Al
entrar a la oficina estoy con una sed mortal. Soy el primero en llegar -espero
también ser el primero en irme- y me provisiono de un par de botellas heladas
de Coca Cola que compro en la máquina dispensadora que para variar se ha vuelto
a quedar con el cambio. Conforme van llegando mis colegas me doy cuenta de que
efectivamente estoy arruinado. Algunos sonríen cómplices y solidarios, otros
incluso me miran con compasión. Uno de ellos se me acerca y me dice “Fabio, yo
que tú me quedaba en casa, ¿sabes que hoy tenemos reunión semanal en la
tarde?”. Maldita sea, había olvidado que todos los viernes tenemos de cinco a
seis una reunión para revisar la agenda de trabajo y planificar actividades. Ya
se me ocurrirá qué hacer a esa hora.
El día
transcurre tranquilo para fortuna mía, sin llamadas de cliente o correcciones
de informe a último momento. Reviso Facebook para distraerme un rato y veo que
tengo una invitación a una fiesta esta noche. Son los colegas de mi ex trabajo,
donde está mi ex novia, Manuela, quien también figura como invitada. Hace
cuánto que no conversamos Manuela, habiendo vivido tantas cosas que podríamos
fácilmente escribir juntos un libro, uno de los mejores de la categoría
romance-erotismo. Me es inevitable asociarte a mis más retorcidas fantasías. De
hecho aún conservas esa sonrisa de niña traviesa y esas curvas de pecado. Y
sólo por volver a verte es que acepto la invitación, presiento que mi cuerpo
destruido que clama descanso puede sobreponerse ante un instinto primario.
Mientras estoy en estas alucinaciones perversas me percato que la mayoría de
mis colegas, que se ven muy serios frente a la pantalla de su computador, están
comentando y hablando estupideces en Facebook. Mírate Alberto, con esa cara de
huevón serio, cuánto te demoras en contestarle un email al gerente pero así
seriecito le estás dando like a todo
comentario femenino que encuentras, sobre todo a las que suben nuevas fotos.
Ojalá una de las tantas desconocidas que tienes agregadas sea un maricón
encubierto para que se te pase lo arrecho.
Consigo
evadir la hora de almuerzo con los chicos de la oficina para irme con el carro
a un parque vecino y dormir al menos una hora y media. Jódete Mick Jagger, no
quiero saber más hoy de tus excesos, mejor escucho a The Doors. Y mejor comer
algo antes de dormir, no he probado nada sólido en todo el día. Menú típico de
borracho: comida chatarra. Una hamburguesa con huevo, tocino y todas las salsas
hacen un festín en mi estómago que seguramente terminará en tragedia cuando
llegue al baño más tarde, pero prefiero no pensarlo.
La
siesta me ha durado tres horas. Entro a
la oficina muy natural y en el colmo de la desfachatez lo primero que hago es volver
a abrir Facebook. Veo que Manuela ha aceptado la invitación para la noche. No
importa si arruino nuestra relativa amistad, quiero volver a hacerla mía. Luego
de un par de pendientes llega la hora de la reunión y mi cabeza está ya en la
discoteca, con ella, con sus labios pintados de rojo y ese perfume que me hace
querer devorarle el cuello. He descubierto que una herramienta útil para pasar
desapercibido en una reunión es llevar un cuaderno de apuntes para pretender
escribir cosas relevantes cuando en realidad estás dibujando casitas con
chimeneas.
Ya en
casa me pongo un jean negro y una camisa celeste que me regalaste, Manuela. Tú
que, como mujer que se respete, eres
experta en detalles, te darás cuenta del mensaje escondido: me sigues moviendo
el piso. Llego como se suele llegar en esta ciudad: tarde y excusándose por el
tráfico. Como todo el mundo hace lo mismo, el espacio reservado está casi
vacío. Me siento con ánimos de pedirme una cerveza pero prefiero un whisky.
Efecto rápido y no te lleva a orinar cada quince minutos. Mientras converso con
un viejo colega te veo llegar. Una falda corta que hace notar claramente tus
piernas bronceadas, una falda que te marca el cuerpo alucinante que me muero
por volver a tocar. Me incorporo a saludarte y noto tu sorpresa al verme, me
abrazas no muy fuerte pero lo suficiente para sentir tus pechos. Que avance la
noche pero que no termine. Te invito un trago por los viejos tiempos – qué
pretexto tan reciclado- y aceptas. Lo sé, quieres una Margarita. Sonríes cuando me anticipo a tu pedido, me encantas. Te
noto nerviosa, creo que ya imaginas cómo terminaremos esta velada. Miras a un
lado, vuelves a sonreír, me tomas de la mano y me guías a través de la pista de
baile. Te sigo el juego, ya lo conozco, bailaremos y nos besaremos. Te detienes
y me sueltas la mano para irte a abrazar y besar a un desconocido. Creo que
tengo la mandíbula dislocada o probablemente está bien abajo rozando la pista
de baile. Volteas a verme y me presentas al tipo que por recurso mental no
retengo su nombre. Es más alto que yo y se ha dejado crecer bastante la barba.
Cómo se te ocurre tomar así de la cintura a mi Manuela, desgraciado, morderle
los labios frente a mí, como si yo fuese de yeso. O de cera. Regreso a la barra
donde dejé mi whisky y me lo bebo todo de un solo trago. Ni pienso despedirme
de la gente de mi ex trabajo. Que se jodan todos, ninguno me advirtió lo que
iba a pasar. Llego a casa cansado, casi ebrio y pensando en el vestido
destructor de Manuela. Me desvisto y me veo al espejo sólo para burlarme de mí
mismo. En qué mierda estaba pensando al querer reconquistar tan fácil a una
chica que me tomó meses hacerlo.
Me
meto a la cama y apago la luz. Finalmente, Manuela, somos como siempre tú y yo.
Cerraré los ojos y te dejaré hacer el resto, sé que jamás harías lo que tu
tocaya hizo hoy conmigo.
jajaja buen relato tío... y demás está decir que muchos hemos terminado la noche así.. con la fiel :)
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ResponderEliminar"La fiel", que buen apodo, me has hecho reir! Cuantos nombre mas debe tener alrededor del mundo, por ejemplo aqui en Italia se le conoce como "Federica, la mano amica". Gracias por comentar EBP, un abrazo.