Crecí escuchando a The Beatles
gracias a mi papá y ese gusto lo heredé a mi hijo Franco. Me divierto tanto viéndolo
cantar a su manera y dar saltitos en su asiento mientras vamos camino a la
escuela. Son momentos únicos, momentos buenos, atrás quedaron los días cuando
discutía todo el tiempo con Isabel, las desilusiones, los insultos. Ha pasado
un año desde que nos divorciamos y nuestras vidas giran ahora en torno al
pequeño que nos recuerda cuánto nos amamos.
Apenas llegamos, corre a saludar a sus amiguitos y me deja a solas con la mamá
de Milagritos, de quien sospecho tiene intenciones no muy santas para conmigo.
Cuando me encuentro viendo el mejor modo de escapar, aparece mi hijo y me toma
de la mano para salvarme. Quiere presentarme
a su profesora, Sandra. Imaginaba a una mujer poco agraciada y entrada
en años. Estaba completamente equivocado. Habla pausado y sus ojos parecen
sonreír, veo que mi hijo está en buenas manos, literalmente. Esa tarde llego a
recogerlo un poco antes y consigo llegar al jardín posterior. Están jugando con
pintura, gritando, ensuciándose, peleando, siendo niños. Ahí está ella, siempre
sonriente, tiene la cara pintada y no parece importarle en absoluto. Pienso en
dos cosas: qué rico debe ser trabajar en algo que te gusta tanto y qué linda se
le ve, como una niña que de pronto se hizo grande. Franco la sigue de vista,
trata de llamar su atención, le da besitos. Hijo mío, no haces más que
recordarme a mí mismo. Salgo antes de que me descubran y luego ahí estoy haciéndome
el sorprendido con el cuadrito, aunque ya sabía que eran dos árboles grandes
llenos de manzanas. Ella me saluda, la felicito por el buen trabajo y nos
despedimos.
Felizmente hay cosas por las que uno no debe buscar explicación y el pensar
en la sonrisa de la profesora era una de esas. Pasaron exactamente dos semanas
para que me atreviera a invitarla a cenar. Estoy tan oxidado en temas de
conquista que lo hice torpemente pero aun así ella aceptó tímidamente. Con dos
copas de vino ya le estaba contando de mi historia con Isabel, de mi aventura
como padre, de mi relación con Franco. Ella me escuchaba sin aburrirse y
respondía como si hubiera vivido mi vida, aunque tuviera diez años menos.
Volvimos a salir un día después y me habló de sus amores, sus locuras
universitarias, sus sueños. Cuánto nos divertimos esa noche. Al despedirnos le
dije que si seguíamos saliendo terminaría enamorándome. Nos miramos, nos
abrazamos, nos besamos. Desde entonces nos escribimos por Whatsapp, hablando de todo, de día, de madrugada. Nos extrañábamos.
En la escuela nos saludábamos guardando la distancia pero dándonos una mirada
cómplice, traviesa. Era nuestro hermoso secreto.
Pero una noche le dije que no podía estar con ella. Si
Franco se enteraba me iba a odiar. Aún si se tratara de la ilusión de un niño,
no podía permitir que un recuerdo así se alojara por siempre en su memoria.
Ella no entendió por qué, cómo explicarle que un hijo estará siempre por encima
de todo, desde el primer momento que lo miras se convierte en tu esperanza de
que haga con su vida lo que tú no hiciste, de atreverse, de no arrepentirse, de
ser mejor. Las lecciones se aprenderán, le tocará seguramente quien le rompa el
corazón, pero no quiero ser yo. Quizás Franco y yo nos reiremos de esto en unos
años, me dirá que fui un idiota por dejarla y llegado ese momento le dedicaré a
Sandra por lo menos un suspiro, uno no deja ir al amor de su vida todos los
días.
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