26.2.14

Sobredosis [cuento corto]

sobredosis

Dijo Franklin Roosevelt que los hombres no son prisioneros del destino sino prisioneros de su propia mente. Y ésta inspirada frase no la hubiera nunca conocido Lorena sino fuera porque la leyó en el papelito de instrucciones que encontró dentro del paquete de pastillas que acababa de comprar. Casi desesperada por su situación acudió a un médico naturista recomendado por una de sus mejores amigas. A nadie más podría haberle confiado su embarazoso secreto. A los cuarenta años, que se dicen ser los nuevos treinta y en pleno apogeo de su madurez física y mental, su esposo, que tenía un par de años más que ella, había –por darle un término industrial- dejado de funcionar.


Imposible. Esa era la palabra más mencionada por ella desde cuando una noche se dio cuenta que el órgano predilecto para hacer trabajar la máquina del amor (y no estamos hablando del corazón) parecía dormir tranquilamente y para colmo encogido a su mínima expresión. Cansancio. La excusa que encontró él para poder salir del aprieto e intentar conciliar sueño después de semejante golpe a su virilidad. Estrés. La vaga pero extendida respuesta que encontraron en Internet. Cómo se cura el bendito estrés si debes comenzar a asumir que tu vida sexual está casi terminada a la mitad de tu aventura en este mundo. Vaya burla de la naturaleza, acabar súbitamente y sin aviso con uno de los miembros más preciados de nuestra anatomía y todavía dejarnos vivos para cargar con el muerto lo que nos queda de existencia. Vaya burla. Dejaron pasar las semanas y viendo que no había película, perfume ni ropa íntima que despertara al enano durmiente, decidieron ir al médico quien sonriendo les recetó unas buenas vacaciones porque físicamente todo andaba en orden. Así lo hicieron y fue entonces que, al borde de la piscina, se dieron cuenta que ambos estaban siendo “demasiado” padres. Los pequeños gemelos eran su adoración y probablemente ocuparse mucho de ellos había bloqueado de alguna manera la sensible válvula de la pasión.

Cuando la amiga mencionó lo del médico naturista, que había mantenido con buena salud por años a su familia, ella desconfió en un primer momento pero dada la insistencia y sabiendo que no tenía nada que perder, se presentó ante el afamado personaje. Con la serenidad que otorga la experiencia, el médico le dijo que casos así había visto cientos de veces y que no debía preocuparse. Pequeño como era, se perdió por un momento entre sus estantes repletos de cremas, hierbas y mejunjes. Reapareció con una cajita blanca en mano y siempre con una postura relajada. Entonces se sentó en una silla de cuero giratoria e inició su explicación sobre el factor mental en cualquier enfermedad, tan importante como las bacterias o defensas que las provocan o combaten. Un paciente sugestionado puede sufrir más o menos dolor dependiendo de los estímulos que recibe. Lorena escuchaba atentamente al mismo tiempo que se preguntaba por el contenido de la cajita. Terminada su breve introducción, el naturista le pidió complicidad en lo que estaba por suceder. Sacó de la cajita blanca un frasco de plástico sin etiqueta y lleno de pastillas. Tenía que convencer a su esposo que eran multivitamínicos reforzados con hierbas raras de la amazonia que aumentarían no solo su fuerza sino sus prestaciones amatorias en cuestión de horas. En realidad eran caramelos con forma de pastillas medicinales pero eso no lo debería saber él. Era el momento de engañar y observar el poder de la mente. Si eso no funcionaba, existiría siempre un plan de contingencia. De no haber sido porque las “pastillas” costaban poquísimo ella habría rechazado la oferta.

Esa misma noche, luego de acostar a los niños, Lorena sacó de su bolso el frasco y le repitió las mismas palabras que el especialista había expuesto convincentemente horas antes, añadiendo a la fórmula hierbas de la India, algo de erotismo ancestral que le pareció adecuado promocionar. El hombre cayó rápido en la trampa y tragó una pastilla con un poco de agua. Desde cuando era recién casada ella no había vuelto a vivir una noche tan salvaje como esa. No sabía si el médico la había engañado o en realidad el placebo estaba haciendo el efecto esperado. Sea como fuere, no era el momento para pensarlo. El día siguiente se pasó rápido por la cantidad de mensajitos calientes que intercambió con su reestrenado y juvenil esposo amante que se moría por verla. Sin embargo al volver a casa lo encontró pálido, asustado. Le confesó que en su emoción acababa de tomar tres pastillas y debían ir cuanto antes al hospital para descartar una sobredosis. Ella entonces sonrió divertida y lo besó. Sería otra noche larga, acaramelada.


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