Un cuadro es como una canción, solía decir mi padre cuando me llevaba de pequeño a los museos de arte, donde recuerdo haberme aburrido demasiado. Decía que su belleza se ve inevitablemente condicionada por nuestra edad, nuestro estado de ánimo y con el pasar del tiempo, según vamos creciendo, le atribuimos otros significados. No lo admitiría sino hasta treinta años después.
Cuando mi padre pasó de ser un enérgico agente de bolsa a un enérgico jubilado fue como tener a un inquieto niño con tiempo y dinero libres para gastar. Siendo yo el mayor de los hijos y el único que todavía no les daba nietos (lo que les hacía suponer que era el más disponible de todos), era el primero en recibir las llamadas de mi madre lamentándose de las locuras del viejo en casa, que si no estaba en el techo tratando de arreglar una antena inservible estaba pintando la fachada subido temerariamente a una tambaleante escalera de madera. En una de esas llamadas llegó la noticia que temía: mi papá se había caído lastimándose la cadera. Cuando fui a verlo estaba tranquilo pero con un comprensible semblante de fastidio. Me senté a su lado y dándome dos palmaditas en el hombro pidió que le alcanzara uno de los cuadros de la sala, ese del atardecer en el mar. Lo contemplamos juntos, en silencio. Recordaba haber visto ese lienzo desde que tengo razón. Me contó que se lo regaló un pintor colombiano llamado Paco Navarro, con quien hizo amistad durante su luna de miel en San Andrés el verano de 1977. Continuó diciendo que a Paco le gustaba pintar de cara al sol y bebiendo una botella de vino blanco. Que les bastó una tarde para volverse amigos. Mi madre agregó que cuando lo conocieron, el cuadro estaba casi listo y lo terminó esa misma tarde. Observé que la obra no tenía la firma del artista y al mencionarlo noté que mi padre se inquietó. Me confesó que tenía planeado viajar a San Andrés para buscar a su viejo amigo y con el problema de la cadera ya no sabía si algún día lo conseguiría. Fueron ese triste suspiro que sucedió a la frase y su mirada, como la de un chiquillo atrapado en el cuerpo adolorido de un adulto mayor, los que me conmovieron tanto que casi sin pensar le dije que yo podría ir en busca de Paco Navarro. Volteó a mirarme y me abrazó muy fuerte mientras yo terminaba de darme cuenta de lo que había dicho.
Cuando le hablé a mi novia que viajaría a Colombia, tierra de mujeres hermosas y -más aún- a un balneario caribeño para hacerme firmar un cuadro se echó a reír de la incredulidad. Seguidamente se enojó muchísimo pensando que seguro tenía una amante. Si no fuera porque le mostré la pintura y la carta que mi padre escribió, la cosa habría terminado mal. Y si no fuera por sus ojitos preguntándome si la iba a extrañar, no le habría comprado los pasajes de vuelo a ella también. Era nuestra primera vez en San Andrés y al ver toda esa maravilla natural no tuve duda que había sido concebido en ese lugar, en el que hasta dos piedras podrían enamorarse. Una hora nos tomó encontrar a Francisco León Navarro. Era como mi papá lo describió: un tipo cordial, relajado, de baja estatura, delgado y de sonrisa fácil. Le dije que venía de parte de un viejo conocido y que iba a pedirle un gran favor. Sin pedirme más explicaciones me aclaró que no tenía dinero pero que podía ofrecernos una copita de vino blanco. Apenas nos conocía pero parecía contento de tener visitas, caminaba con dificultad y a pesar de su avanzada edad le dedicó un par de cumplidos traviesos a mi novia quien estaba encantada con él. Su casa era ya pequeña y la cantidad de esculturas, libros y cuadros la reducían aún más. Entre tanto desorden, mientras bebíamos el vino, Paco acomodó su sombrero de paja y sacó varios recortes de periódicos para mostrarnos las veces que lo entrevistaron. Dijo que sólo pintaba en verano pero había dejado de hacerlo porque últimamente no veía tan bien. Eso sí, recordaba claramente cada uno de aquellos setenta y tres veranos desde que se mudó a la isla. Nosotros repasábamos los recortes viendo todas las fotos, siempre sonriente y con el sombrerito coqueto. Me animé entonces a entregarle la carta de mi padre a ver si algo le venía a la memoria y fue ahí cuando Paco Navarro se dejó caer en su silla. Descubriendo lo que traía en la bolsa me pidió entregarle el cuadro. Lo tomó en sus manos, lo acarició y miró durante unos minutos y finalmente nos dijo emocionado que había esperado toda su vida volver a verlo, “Es como el hijo que anduve buscando”.
Yo no soy un artista y puede ser difícil comprender una reacción así pero como me dijo Paco antes de despedirnos, quizás para siempre: la tristeza de dejar ir a un amor es proporcional al tiempo y corazón que te tomó construirlo. Y en eso le doy toda razón.
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