
El viaje ha sido largo, mis pasos ya no son los de antes, tampoco mis sueños, que son asíncronos con el mundo inmediato que se vive hoy en día. El viaje ha sido largo y agotador y yo, que he sido viajero durante gran parte de mi vida, me resigno a aceptar que ahora este corazón aventurero está encerrado en una armadura vieja y obsoleta, que conserva sin embargo las cicatrices de su glorioso pasado. El viaje ha sido largo pero ha valido la pena todo el esfuerzo hecho, considerando que será el último.
Alejarme de esta ciudad fue como un divorcio forzado, una despedida sin aviso. Después de perder a mi familia el verano de 1964 en ese maldito accidente de auto, me convencí de alejarme por completo de esas miradas de lástima con las que me recibían todos lo que se me acercaban. Luego entendería que algunos sí querían ayudarme pero cuando se es joven las ideas más agresivas y atrevidas vencen. Lo vendí todo y crucé el Atlántico a curar mis heridas físicas y emocionales, algunas de las cuales conservo aún ahora, cincuenta años después.
Estaba dispuesto a comenzar un nuevo capítulo en mi vida. Cuando para algunos cumplir veintidós años significa recién empezar con los grandes retos, los primeros golpes y las pequeñas victorias, yo me sentía una especie de veterano con piel gruesa e insensible a cualquier evento que me ocurriera. Total, había engañado a la muerte y pagado el precio con mi soledad absoluta, qué cosa peor podría ocurrirme. Comencé con Madrid, en la calle Tomás Borras, en un cuartucho sobre un restaurante chino donde luego trabajaría como ayudante de cocina. Allí no pasaba hambre pero terminaba tan cansado que mi mente se negaba a fabricar sueños en las noches. Con el dinero juntado me fui a Lyon y el destino –o mi falta de juicio- me llevó a parar a otro restaurante chino, reencontrándome con cocinas impresentables y refrigeradoras repletas de carnes sospechosas. Mis estadías en Lyon fueron felices. Digo estadías porque me iba y luego de unos meses volvía. Siempre había alguien dispuesto a dejar esa ciudad y yo ahí estaba con la mochila lista para dejarme dar un aventón. Me tomaron años, muchos viajes y algunos bares memorables para comprender que no existía la así llamada vida “normal”, como había escuchado tantas veces decir a mi madre. Cada uno de nosotros es un complejo universo de ideas, recuerdos y esperanzas, todas distintas y todas impredecibles. Ese descubrimiento salvó mi vida y ya que llevaba dos veces salvándome supe que podría lanzarme a otros retos. Pasé inviernos tristes y muy fríos en Bruselas con Verónica, mi segunda novia, porque a la primera la dejé en esa ciudad que me prometí no volver a pisar. Juntos vivimos también veranos locos en Niza, veranos sobre bicicletas coloradas. Los años setenta fueron los mejores y quien los ha vivido sabe a lo que me refiero.
En algún momento de esos años pensé que me quedaría solo por siempre. Que mis temores y traumas no podrían permitirme hacer feliz a una mujer. El amor es también una cosa rara, de esas que uno no puede definir porque sería limitar su alcance. Con Verónica detuvimos nuestros viajes para establecernos en Lyon, donde nos habíamos conocido. Ella eligió la casa y estacionó afuera su bicicleta colorada. Poco después se convertiría en mi esposa y con el tiempo en madre de nuestros cuatro hijos. Fueron los mejores años de nuestras vidas. Dos de ellos partieron de casa poco después de cumplir dieciocho años a buscar fortuna en Estados Unidos, ambición que los llevó a fundar la cadena de restaurantes de lujo más importante de la costa oeste. Los otros dos, el menor y la mayor, se mudaron a unas horas de donde vivíamos apenas se casaron. Fue extraño volver a sentir la soledad, a pesar de que con Verónica la pasábamos muy bien jugando cartas y haciendo paseos breves los fines de semana. Nuestros hijos nos dieron no sólo una felicidad enorme sino también un estilo de vida que una pensión estatal no habría podido jamás cubrir. Habíamos hecho bien nuestro trabajo, cuatro veces.
Le dije adiós a Verónica el diez de junio del 2014, acompañado de mis hijos y seis nietos. Mi compañera de aventuras y viajes locos se enfermó de repente. Una noche me dio un beso como siempre y a la mañana siguiente estaba ahí, en su lado de la cama, quietecita. Le prometí seguir viajando y tomando fotos, costumbre que últimamente habíamos adquirido. Cuando la familia partió unos días después del entierro, me sentí cansado, sin ganas de preparar la mochila. Como si de pronto mi cuerpo se hubiera dado cuenta de los años que llevaba encima. Poco después, luego de noches sin poder dormir, discutí con uno de mis hijos por teléfono. Había decidido volver a donde todo empezó, reconciliarme con esa ciudad que me vio partir ingrato medio siglo atrás. No había nada en Lyon que me atara a quedarme, salvo quizás las tardes frente al Ródano saboreando la brisa filtrada entre las hojas de los árboles. O el jugar a perderme en uno de sus traboules. Pero todo ello quedaría en mi recuerdo, podía entonces despedirme de la casa en Lyon y de la bicicleta colorada de Verónica. Sentí que podía finalmente volver a donde había nacido, visitar la tumba de mis padres y hermanos y pedirles perdón por no haber regresado a visitarlos. Mis hijos han entendido el capricho de su anciano padre y han aceptado su última aventura. Me quedaré en casa de mis primos, cerca al mar, donde crecimos y ahora terminaremos de envejecer juntos. Les contaré todos los días lo que mis ojos han visto, espero me alcance el tiempo. Me recibió un cielo despejado, un sol imponente y una ciudad distinta. Ha sido un viaje largo, le dije, pero ya he vuelto.