Todo inició con una simple molestia en el cuello. Elena culpó a su almohada, que ya no tenía la forma ergonómica de antes. Dos días después, sin embargo, se asustó al hallar moretones y arañazos en diferentes partes de su cuerpo cada vez más adolorido. Cuando el médico insinuó que podía tratarse de sonambulismo, rechazó la idea de citarse con un psicólogo y dejarse monitorear las funciones vitales durante el sueño.
Raramente tomaba, siempre había prestado atención a lo que comía y desde que iba a la universidad frecuentaba el gimnasio, le parecía imposible que un desorden así le estuviera sucediendo. El temor de tener que cambiar permanentemente su enérgica rutina de ejercicios por apáticos consultorios hizo que cancelara la siguiente visita médica que tenía programada. Su mejor amiga aceptó su pedido de pasar la madrugada vigilando sus movimientos. Llegó ese viernes con su computadora cargada de películas, lista para mantenerse activa. Ambas despertaron al mismo tiempo, eran las nueve de la mañana del sábado. La amiga no recordaba en qué momento se había quedado dormida, la computadora seguía sobre sus piernas y con la batería descargada, señal de que estuvo encendida toda la noche.
Elena no observó ninguna contusión nueva en su cuerpo, algo que la alivió. Probablemente estar en compañía había hecho que pudiese dormir adecuadamente. Mientras preparaba el desayuno, escuchó el grito de su amiga proveniente del baño. Corrió de inmediato para ver qué estaba pasando y la encontró pálida frente al espejo, señalando algo en su pecho. El primer botón que cerraba el escote de su camisón había sido arrancado y en ese espacio descubierto de piel había una pequeña herida rojiza, como si hubiera sido hecha con una uña filuda. Llamó de inmediato a su médico y le contó nerviosa lo que había sucedido. El galeno la calmó diciendo que eso confirmaría que ella estaba sufriendo de un trastorno del sueño y que se presentara el lunes a primera hora en su oficina para comenzar la cura.
No encontraron el botón a pesar de que lo buscaron por todo el departamento. Al llegar la tarde se despidió de su amiga, que no lograba reponerse del susto, por lo que tuvo vergüenza de pedirle que se quede con ella nuevamente. Se sentía angustiada, no podía creer que era capaz de hacer daño a los demás y a sí misma. Llamó a su mamá, que vivía a unas tres horas de su casa, le contó lo que estaba pasando. Había ocultado hasta ese momento el problema pero ya no podía guardar silencio. Sus padres le confirmaron que llegarían a la mañana siguiente para estar con ella y acompañarla el lunes a su cita en la clínica. Sólo tenía que estar tranquila y controlar las ansias unas horas más. Como el experimento de la noche anterior había fallado, antes de ir a dormir se le ocurrió dejar su computadora encendida con la cámara apuntando a su cama. Estaba determinada a saber de una vez por todas qué es lo que realizaba inconscientemente.
Avanzaba la noche y los ojos de Elena se fueron cerrando, agotados. La lucecita LED de la cámara cortaba ligeramente la oscuridad de la habitación. Pasada la medianoche, el aire acondicionado se encendió automáticamente, dejando escapar un gas nocivo. En pocos minutos el aire en la estancia se vició y Elena quedó privada bajo las sábanas, al punto de parecer un cadáver. Lentamente, la puerta del dormitorio comenzó a abrirse, haciendo un rumor casi imperceptible. La cámara, siempre imperturbable, fue testigo de cómo dos figuras esqueléticas irrumpían en el escenario escasamente iluminado. Nada quebró la calma en ese ambiente, ni siquiera cuando desnudaron a Elena y recorrieron su cuerpo repetidamente con sus uñas descompuestas en una suerte de ritual perverso. Esa impasible cámara quedó encendida el tiempo suficiente para ver a más de una persona enloquecer al día siguiente, tras descubrir lo que esas criaturas habían hecho con Elena, en la sexta y última de sus visitas.
Elena no observó ninguna contusión nueva en su cuerpo, algo que la alivió. Probablemente estar en compañía había hecho que pudiese dormir adecuadamente. Mientras preparaba el desayuno, escuchó el grito de su amiga proveniente del baño. Corrió de inmediato para ver qué estaba pasando y la encontró pálida frente al espejo, señalando algo en su pecho. El primer botón que cerraba el escote de su camisón había sido arrancado y en ese espacio descubierto de piel había una pequeña herida rojiza, como si hubiera sido hecha con una uña filuda. Llamó de inmediato a su médico y le contó nerviosa lo que había sucedido. El galeno la calmó diciendo que eso confirmaría que ella estaba sufriendo de un trastorno del sueño y que se presentara el lunes a primera hora en su oficina para comenzar la cura.
No encontraron el botón a pesar de que lo buscaron por todo el departamento. Al llegar la tarde se despidió de su amiga, que no lograba reponerse del susto, por lo que tuvo vergüenza de pedirle que se quede con ella nuevamente. Se sentía angustiada, no podía creer que era capaz de hacer daño a los demás y a sí misma. Llamó a su mamá, que vivía a unas tres horas de su casa, le contó lo que estaba pasando. Había ocultado hasta ese momento el problema pero ya no podía guardar silencio. Sus padres le confirmaron que llegarían a la mañana siguiente para estar con ella y acompañarla el lunes a su cita en la clínica. Sólo tenía que estar tranquila y controlar las ansias unas horas más. Como el experimento de la noche anterior había fallado, antes de ir a dormir se le ocurrió dejar su computadora encendida con la cámara apuntando a su cama. Estaba determinada a saber de una vez por todas qué es lo que realizaba inconscientemente.
Avanzaba la noche y los ojos de Elena se fueron cerrando, agotados. La lucecita LED de la cámara cortaba ligeramente la oscuridad de la habitación. Pasada la medianoche, el aire acondicionado se encendió automáticamente, dejando escapar un gas nocivo. En pocos minutos el aire en la estancia se vició y Elena quedó privada bajo las sábanas, al punto de parecer un cadáver. Lentamente, la puerta del dormitorio comenzó a abrirse, haciendo un rumor casi imperceptible. La cámara, siempre imperturbable, fue testigo de cómo dos figuras esqueléticas irrumpían en el escenario escasamente iluminado. Nada quebró la calma en ese ambiente, ni siquiera cuando desnudaron a Elena y recorrieron su cuerpo repetidamente con sus uñas descompuestas en una suerte de ritual perverso. Esa impasible cámara quedó encendida el tiempo suficiente para ver a más de una persona enloquecer al día siguiente, tras descubrir lo que esas criaturas habían hecho con Elena, en la sexta y última de sus visitas.
Inquietante relato, Eduardo. ¿Leíste El ente de Frank De Felitta? Tu cuento tiene algo de esa novela. Te la recomiendo.
ResponderEliminarSaludos.
Acabo de buscar y me gusta el argumento, gracias por tu comentario y la recomendación, Raúl.
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