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Vestía siempre de amarillo y blanco, sin importar la estación del año, habitud por la que algunos en la facultad hablaban mal a sus espaldas, afirmando que nunca se bañaba. Ella por el contrario se paseaba indiferente, segura de su belleza, ratificada por la pequeña jauría de amigos pegajosos que la acompañaban en todo momento. Habría podido apostar a que se masturbaban pensándola.  Yo en cambio era sólo un conocido, un compañero de clase, un tío hola-y-chao.  Así de austera comenzó mi relación con Nadia.

Todo cambió el día de nuestra graduación. La fiesta se organizó en casa de un buen amigo quien sabía que la chica de blanco y amarillo me gustaba. Había decidido dar el siguiente paso –acaso si había dado el primero- y ver si podíamos conocernos mejor. Me aseguró que la tarea no iba a ser fácil porque antes tenía que saltar el cerco de lobos que no la dejaban nunca sola. Yo, sin embargo, confiaba en mis propias habilidades o, mejor dicho, en mi atrevida inexperiencia. Cuando no se tiene nada que perder es más fácil dar el salto y esa noche la invité a bailar ante la mirada de odio de sus amigos. Para sorpresa mía y la de ellos, aceptó con una sonrisa. Bailamos, reímos, brindamos y seguimos bailando hasta que terminó la fiesta. Su falda amarilla se le ajustaba al cuerpo por el sudor, delineando deliciosamente su figura. Tuve licencia para tomarla por la cintura, rozar mis labios con su cuello si bailábamos pegados, juntar mis manos con las suyas. Me atreví a invitarla a mi casa y aceptó. Por ese entonces aún vivía con mis padres y manejando de regreso preparé la estrategia para llevarla a mi habitación sin ser notado. Esa noche sería irrepetible, una combinación ideal de eventos. Al estacionar el auto le toqué la pierna y me acerqué para besarla, convencido de que estábamos sincronizados en nuestra primera locura post universitaria. Con una sonora y más que dolorosa bofetada (cuando se golpea al ego duele al cuadrado) me regresó a la realidad. “Tú y yo seremos siempre amigos”, dijo mirándome a los ojos seriamente. Se bajó y se dirigió hacia la puerta de la casa, esperando que yo hiciera lo mismo. Esa madrugada la pasamos en mi sala viendo anuncios de productos para cocina en la tele.

Es difícil cuando te pintan las cosas claras desde un principio. No hay espacio para la ilusión, para una pizca de esperanza. Lo peor era que mientras más la conocía, más me interesaba. A los pocos meses de aquella fiesta, me mudé a un departamento pequeño en Miraflores. Ella me ayudó con la mudanza, incluso eligió el muro donde me dijo que coleccionaríamos los billetes de nuestros viajes. Me prometió muchas aventuras en mochila y cumplió con su palabra: en casi dos años dimos idas y vueltas por el país y nuestro muro se fue poblando de papeles de todos los colores, con olor a tierra y cigarro. Era el muro de recuerdos cuya contemplación significaba para mí un pequeño castigo. Habíamos compartido tantas experiencias, conocido personas, lugares nuevos, dormido en el mismo cuarto pero en camas separadas, una especie de pastel de bodas sin azúcar. En Arequipa me confesó que durante la presentación final del curso de Comunicación Corporativa se quedó hasta el último para verme. “Me gustaste, pero sólo un poquito, no te la creas”. Era muy hábil en mantenerme a raya, yo en el fondo sabía que parte de la culpa era mía, había revelado temprana y torpemente mis intenciones y con ello tenía el control sobre mí. Ni durante un silencio en un atardecer frente al mar, ni en un intercambio de miradas. Ella nunca me dio señales de querer algo más. En un juego de mesa habría sido la perfecta pokerface.

Una noche que salí con unos amigos la encontré besuqueándose con otro tipo. No pude contenerme y me acerqué a reclamarle sin saber exactamente qué cosa. Como si me hubiese otorgado algún derecho el haber pasado tanto tiempo a su lado y que ella supiese todo sobre mí. Me partió el corazón verla mirarme como si yo fuera un desubicado y mostrando vergüenza ajena. Al volver a mi casa, fui directamente al muro que ella me había construido, cruel ironía de nuestra relación, miré todos los papelitos allí pegados y en un ritual de emancipación, me dispuse a derribarlo. Mientras lo hacía, recordaba nuestro primer baile el día que nos graduamos, cómo me sentía victorioso, mirando altanero a sus pobres amiguitos calenturientos que me observaban desde una esquina, la esquina del grupo de los eternos amigos que ella astutamente había creado y del que yo había estúpidamente aceptado formar parte. Con los últimos billetes de colores cayendo al suelo me sentí aliviado, ya no podrían más mirarme burlones al despertarme. De pronto alguien tocó el timbre de mi casa. Era Nadia. Con la puerta cerrada, le pedí que se fuera. Débil como soy, luego de un tenso silencio la dejé entrar. Se abalanzó sobre mí, abrazándome muy fuerte para después empujarme. “Tú solo quieres metérmela”, increpó furiosa. Me quedé helado, tragándome todo el discurso ensayado mientras abatía la pared de recuerdos. Sabía que las cosas no volverían a ser las mismas entre nosotros y por segunda vez no tenía nada que perder. Le dije que sí, que me volvía loco por ella, que desde la primera ocasión habría devorado a besos su cuerpo entero. Se acercó a mi oído y en voz muy baja, casi imperceptible, susurró: “Pero sólo la puntita”. Arrebatado por el deseo, la levanté en brazos, la llevé a mi cama y cumplí su pedido. Mientras sentía la embestida de sus caderas cabalgando enérgicamente sobre mi pelvis, me divirtió el pensar lo ingenua que había sido al proponerme una conocida mentira universal. No tardé en darme cuenta que todo esto había sucedido tal y como ella lo había planeado.

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