La novia que nunca fue

Difícil precisar qué era lo que más me gustaba de ella. Podría haber sido la fineza de su rostro, sus cabellos pardos o sus ojos verdes, que dibujaban una media luna cuando sonreía. Lunas que para mí eran como dos soles que alegraban mi ingenuo corazón colegial. Se llamaba Adriana y durante la escuela fue mi chica favorita, la protagonista de nuestra utópica historia de amor.
Todo empezó, literalmente, como jugando. El enorme patio gris del colegio, los cuadernos coloreados y las mochilas trajinadas fueron testigos de mis primeros pasos en el enredado plano del amor. Por esa época era un tipo bajito, flaco y bastante tímido, lo que me hacía pasar fácilmente desapercibido. Mientras que algunos de mis coetáneos ya se daban piquitos a escondidas, yo pasaba mis tardes jugando futbol con pelotas hechas de papel y cinta adhesiva, soñando el día que Adriana se levantara por fin de su pupitre y viniera hacia mí para dejarme una notita perfumada, declarándome su amor incondicional. Cada intercambio de miradas o alguna risa compartida alimentaban mi adolescente espíritu enamorado. Fueron años de absoluta cursilería en los que también escribí mis primeros versos que, para bien o mal, terminaron perdiéndose entre mudanzas y cambios de estación.
No es que ella nunca me haya hablado en esos años, de hecho era una buena compañera y bromeábamos a menudo en clase, burlándonos de algún profesor o ayudándonos con las tareas. Con mis hormonas en ebullición, la observaba en secreto cuando se alzaba la falda para escribir en su pierna izquierda anotaciones que le servirían para algún examen. Fue durante uno de esos exámenes que, por ayudarla con una pregunta, le pasé a escondidas mi libretita de notas en la que había escrito además mis efusivas rimas sentimentales. Al darme cuenta del error cometido, me la pasé sudando frío esperando que leyera sólo las últimas hojas. Al terminar la prueba no me dijo nada, sólo me dio las gracias y me devolvió los apuntes. Desde ese día la distancia entre ella y yo se hizo más grande, más que por nuestra voluntad, por mi tonta vergüenza.
Cuando volvíamos de las vacaciones de verano estábamos siempre cambiados. Algunos habían crecido, otros presumían de sus primeros vellos faciales. Los imberbes de la promoción no teníamos los privilegios de aquellos que ya se sentían acariciar la adultez, privilegios como el de filtrarse en discotecas y enamorar a chicas mayores. Aunque los dos últimos años de escuela crecí un poco, no fui jamás del grupo de altos ni barbudos, que para variar eran de la preferencia de Adriana. Pese a ello, en el último período escolar me volví menos tímido y la pasé bien con todas las tribus que se suelen formar, desde los estudiosos hasta los más vagos. Cuando tuvimos el último día de clases opté por olvidar el asunto de la libretita para despedir a mi amor platónico de la mejor manera, confesándole mis febriles sentimientos. Sin embargo, fiel a mi cobardía, cuando llegó el momento de saludarla decidí guardar mis rollos noveleros y simplemente le di un beso en la mejilla, deseándole mucha suerte en su vida.
Pasarían cinco largos años para que se organizara una reunión de ex alumnos. Yo estaba a punto de terminar la universidad, me había enamorado no sé si por primera vez pero también me habían roto el corazón, eso sí por segunda vez. Tenía mucho que contar a mis viejos amigos, quería descubrir cuánto habían cambiado y obviamente quería volver a ver a Adriana. La cita fue en el bar de un hotel y esa noche llegué con un poco de retraso. Ni bien entré, la busqué con la mirada y no me fue difícil localizarla. Esperé pacientemente a que se desocupara y después de una hora encontré el momento justo para acercarme. Le ofrecí un trago y aunque ella tenía una copa de Martini en la mano aceptó de todos modos. Escogimos una mesita frente al jardín del hotel, un poco lejos del ruido natural de todas las voces entrelazándose en el local. Tenía la mirada distinta, menos inocente, quizás más cautelosa. Se acomodó en su asiento y cruzó las piernas, recogiendo un poco su falda negra. No era más esa adolescente que copiaba en los exámenes, era una joven mujer que irradiaba seguridad en sí misma, lo que la hacía aún más atractiva. Trabajaba como aeromoza en una conocida empresa chilena por lo que paraba más en el aire que en tierra, algo así como yo en mis años de niño flechado.
Durante la siguiente hora recordamos a los profesores más pesados, los apodos de muchos y las parejitas que se formaron. Con el segundo trago encima ya estábamos más que relajados, nos reíamos prácticamente de todo. En un momento de irracional honestidad, le dije que todo ese tiempo en la escuela me la pasé locamente prendado de ella. Me arrepentí en el instante después de pronunciar la última palabra, quedándome inevitablemente en silencio. Ella me miró a los ojos por un rato, dibujó esas dos medias lunas que me deslumbraban y sonriendo me respondió que yo también le gustaba. Como si se hubiera tratado de una broma, estallamos en risas al mismo tiempo. Yo por dentro sentía como si un ascensor fuera de arriba hacia abajo repetidamente, había perdido el control de mis gestos y no sabía si mi cara reflejaba serenidad o era un completo desencajado. Después de una breve pausa, me pregunté en voz alta cómo nunca me había dado cuenta. <<Las cosas que uno se pierde cuando se es tímido>>, fue lo que me contestó, siempre con una sonrisa. No me quedó más que afirmar con la cabeza, me había quedado sin palabras. Nos abrazamos fuerte y al mirarnos sentí que a pesar de que sólo habían pasado cinco años, habíamos vivido tanto que apenas si nos conocíamos. Me agradeció por los Martini y dándome un beso volado se fue hacia otro grupo para seguir conversando. Habíamos intercambiado números de teléfono, ambos estábamos solteros pero al final decidí dejar las cosas como las había encontrado antes de la reunión. Podrá sonar estúpido, pero no quise correr el riesgo de estropear los recuerdos de dos niños que por años jugaron a enamorarse.
Etiquetas: cuento
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