Gabriel salió de un salto de su cama cuando vio que se le hacía tarde para llegar a la oficina, historia de todos los días. Ni el cambio de sonido del despertador ni el ponerlo lejos de su alcance habían dado resultado. Aunque el calendario indicaba que la primavera había comenzado hace buen rato, las mañanas seguían siendo grises, razón suficiente para enrollarse entre las sábanas en lugar de librarse de ellas.
Salió resbalándose de la ducha y como aún no había mucha luz en la habitación, abrió completamente las ventanas, confiado en que nadie podría verlo estando en el octavo piso. Mientras elegía apresurado sus ropas, repasaba mentalmente la preparación de su autodenominado Desayuno de Campeones: un pan con atún, agua mineral con un poco de miel y una manzana para el camino. Desde hace algunas semanas había comenzado a ir al gimnasio, igual que todos los que esperan el milagro de última hora antes del verano. Frente al espejo que tenía en la puerta del closet forzaba cada uno de sus movimientos para ver la evolución de sus músculos que por desgracia habían heredado su flojera. De repente, vio reflejada en el espejo la figura de una señora entrada en años que lo observaba del edificio de enfrente. No podrían haber sido el calzoncillo blanco y las medias de jugador de golf estiradas hasta la rodilla -su única vestimenta hasta ese momento-, lo que le habría llamado la atención. Volteó la vista hacia la ventana y la mujer trató torpemente de seguir regando sus geranios rojos. En un primer momento quiso cubrirse con lo que tenía a la mano o cerrar las ventanas, pero la extraña y nueva sensación de sentirse observado le fascinó. Entonces dejó de apurarse, escogió la camisa azul nueva que estaba guardando para su cumpleaños y se la abotonó lentamente, comprobando de reojo que su otoñal admiradora seguía contemplándolo.
El encuentro se repetiría durante toda la primavera y el verano a modo de una cita pactada, protagonizada por dos desconocidos que sin haber cruzado palabra sabían bien lo que querían uno del otro. Él cambió su rutina matinal, no era más el reloj ni las sábanas lo que le preocupaban sino el pantalón planchado y el desodorante en spray, que se aplicaba inspiradamente por todo el pecho como si estuviera modelando para un comercial de televisión. En una ocasión hasta le pareció que le aplaudían desde el otro lado de la calle. Ella siempre puntual, con la regadera de plástico lista, la bata impecable de seda rosada y el sombrerito de paja. Los lunes eran de traje y baladas románticas, los viernes algo más deportivos y música variada. Cantaba a voz en cuello improvisando a veces la letra, moviéndose al ritmo de Elvis en sus últimos años. Ocasionalmente algún vecino le gritaba que se calle pero luego silenciaba al comprender la bizarra relación.
Un día ella no acudió a la cita. “Estará enferma”, pensó. De todos modos siguió cantando y moviendo las caderas, había comprado también algunas camisas para renovar su repertorio y el olor del desodorante se volvía insoportable de tanto aplicarse. Los días pasaron, se volvieron más cortos y el frio más intenso. Un lunes, respetando la hora del encuentro, abrió sus ventanas y sintió una brisa helada que le hizo estornudar. Echó una mirada directamente al balcón, estaba dispuesto a saludarla y preguntarle por fin su nombre, darle el suyo, era lo único que les faltaba saber. Se quedó en silencio por un rato más y vio cómo el último geranio que quedaba dejaba ir con el viento uno de sus pétalos rojos. Cerró las ventanas y supo que no las volvería a abrir, el verano había terminado.
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