La conocí durante el verano de 1998, clase de Contabilidad II, Universidad del Pacífico. Siempre con el peinado media cola, hombros bronceados, desnudos, y cintura delgadísima que adornaba acertadamente con correas coloridas, haciéndolas combinar con sus lentes de sol y minifaldas de jean. Esta última parte de su look era lo que todos los varones agradecíamos en silencio. Tan famosas eran sus minifaldas que era habitual escuchar de ellas en conversaciones de amigos, colegas y pajeros de la facultad.
Ella era de esas chicas que prefería tomarse una buena cerveza artesanal en pubs discretos que un coctel de nombre frívolo en una discoteca de moda, animada por un inspirado DJ. Afortunadas casualidades, como les llamé tiempo después, fueron las de cruzarnos en esos discretos bares y pubs de la ciudad, mi mundo absoluto en esos años. De saludarnos tímidamente en la clase pasamos a almorzar juntos en la cafetería, dar un paseo por la universidad fumando Marlboro rojo, que nos gustaba a ambos, y acompañarnos a la biblioteca donde lo último que hacíamos era estudiar. Donde compartimos CDs de Aerosmith y Bon Jovi, novelas de Vargas Llosa y tantas anécdotas de nuestras vidas hasta ese entonces, siempre en voz baja para no fastidiar a quienes sí estudiaban. Fascinándonos de ser tan similares uno del otro y cagándonos de risa de estas coincidencias. Donde poco tiempo después nos enamoramos. Al menos yo sí, perdidamente.
Una
tarde de ese verano del ’98 estacionamos el auto de su papá cerca al muelle para
ver esconderse el sol en el mar. Aunque llegamos cuando ya casi entraba la
noche, fue suficiente para que una línea naranja se dibuje debajo de sus
labios. Bajé entonces el volumen de la radio porque la voz de Jim Morrison
bloqueaba nuestras miradas. Luego vino ese silencio interrumpido sólo por
nuestra agitada respiración, conscientes de lo que ambos queríamos, de lo que estaba por suceder. Sus manos temblorosas
recorrieron mis pantalones para quitarme el cinturón y yo crucé con las mías la
barrera de su minifalda de jean para avanzar entre sus piernas hasta sentir su
humedad. Zafó mis manos y yo como idiota retrocedí y me disculpé. Ella me
ignoró y con la energía que le daban sus diecinueve años dio un giro para
ponerse encima mío. De un momento a otro mi asiento estaba recostado y tirado
hacia atrás, yo con el pantalón abajo y ella con los dedos inquietos guiándose
hasta sentirme adentro suyo. El ir y venir compulsivo de sus caderas, sus
jadeos en mi oído izquierdo, su calor y sus manos que se agarraban de mi
cuello, arañándolo, hicieron que mi performance fuera corta, casi ridícula,
pero intensa. Quizás nunca sabrá que fue mi primera mujer. Quizás siempre lo
supo.
El
verano pasó muy rápido, tanto que recién sentí frio cuando me dijo que no
quería hacerme daño pero que su ex novio había vuelto a llamarla, confundiendo
todos sus sentimientos. Que era mejor estar lejos, que tras pensarlo volvería. Esa
ceguera o estupidez masculina que no nos hace ver la realidad hasta que la
enfrentamos cara a cara hizo que continuara con mi negativa y mi lucha por un
amor que tal vez en ella jamás nació. Conforme pasaban las semanas la veía cada
vez menos, hasta asumir que había desaparecido por completo de mi vida. Me
pregunto cómo hubiera sido esa relación en esta época en la que un botón te
separa de escuchar a alguien donde quiera que esté. En esos tiempos, que no me
parecen tan lejanos, los días podían pasar cruelmente sin enterarte de nada.
Sin que ella se entere tampoco que me había dejado una pequeña herida en mi
entonces estrenado corazón.
Pasaron
sus buenos y malos años que me hicieron olvidarla, mejor dicho recordarla
sin que me duela. Solo quedaron frescos los
buenos momentos. Memoria selectiva, que le dicen. Una noche revisando con el
ánimo con que el que se debe revisar la correspondencia de bancos, luz, agua y
teléfono, veo un sobrecito color perla conteniendo dos tarjetas. “Cecilia &
Jorge” escrito en letras doradas, me invitaban a su boda religiosa y ceremonia
de recepción. Soy sincero, sentí una extraña combinación de alegría, celos y
nostalgia. No sé cómo se enteró dónde vivía pero me hizo feliz saber que se
acordó de mí. Luego no fue tan difícil encontrarla, saber su número y llamarla
para felicitarle por el gran paso y también lamentando el no poder asistir porque
se cruzaba con un compromiso importante. Ella me invitó entonces a cenar. Solo
aquella noche de todas las noches que tuvimos vi que algo brillaba más que sus
ojos y era el diamante de su anillo de compromiso. No me esperaba un
agradecimiento por aquel verano del ’98, tampoco unas disculpas por lo que pasó
después, mucho menos el dulce beso al despedirnos, tal vez para siempre.
El sábado
que caía tu boda obviamente no tenía ningún compromiso. Me quedé en casa todo el día, como si
estuviera enfermo, echado en mi cama mirando al techo, tomando pequeñas siestas e
imaginándote caminando hacia el altar, pensando en el momento que estarías dándole
el sí al hombre de tu vida y que él esté jurándote cuidar de ti hasta que no
pueda moverse. Hasta luego Cecilia, deséame suerte, ya me tocará tener que
besar a una novia, a mi novia, para que me ame, solo a mí.
Música: Natan Rondelli (@NatanRondelli) - Burned
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