
(Basada en una historia real)
Keep the change – dijo sonriendo la alemana en un perfecto inglés,
deslizando hacia el borde de la mesa los treinta y tres soles* que Marco le
acababa de dar. Pudo haber sido su peor día de la semana: había jalado el
examen final de Economía por segunda vez, discutido con Giuliana delante de sus amigas y
como consecuencia llegado tarde al bar, por lo que le descontarían una hora de
su paga quincenal. Pero esos tres billetes, tres monedas y la sonrisa de la joven
teutona les resultaban como una suave palmadita en el hombro convenciéndolo de
que después de todo, las cosas iban a estar bien.
Se apresuró en agradecer y se alejó con pasos
largos en dirección a la barra, pudiendo
apostar a que ella le estaba mirando descaradamente el culo mientras lo hacía.
“Te está comiendo con la mirada” le dijo riéndose el barman sin perder de vista
sus botellas voladoras para el deleite de dos jóvenes chinitas coquetonas y más
que alegres luego de su segundo Pisco
Sour. El bar miraflorino era punto nocturno obligatorio para turistas y cada noche significaba una nueva historia. Aunque
Marco tenía poco más de un mes trabajando ahí, se había hecho de clientes
habituales, casi todos gerentes o socios de empresas que tenían oficinas en la
zona y había aprendido las mañas de los mozos para obtener buenas propinas y
beber en la cocina, a escondidas del supervisor, lo que quedaba de las botellas
de vino y champagne.
Regresó a la mesa de la rubia y le ofreció un Pisco Sour de maracuyá, cortesía de la
casa. “You don’t pay for this” le
dijo, tratando inútilmente de recordar una frase mejor elaborada. Ella lo miró con
dulzura y no demoró en entender el detalle, agradeciendo con otra de esas
sonrisas que ya lo tenían mareado. Era quizás el gesto, el cruce de esas
piernas larguísimas o simplemente las dos copas de vino blanco que se había tomado
hace un minuto en la cocina. Treinta y tres soles eran suficiente propina, podía
pedirle a un colega que continúe atendiéndola, no era tan difícil escapar de
esa situación. Sabía bien que ese juego era peligroso, pero la adrenalina que
sentía bloqueaba todo tipo de remordimiento.
“Amorcito, voy a
llegar tarde, no me esperes despierta”. Se sentía medio mierda al decirle esto a
Giuliana. Medio, porque finalmente no era él quien hablaba sino su verga. Una
vez terminado el asunto, volvería el amor que nunca se fue, que sólo se escondió
un ratito. “No te preocupes amor, estoy todavía
en casa de mi hermana” – contestó Giuliana sin insinuar sospecha de que
Marco estaba por convertirla en una joven y bella cornuda.
La alemana estaba lista, se lo hizo saber con más
de un gesto no verbal. Los turistas y demás parroquianos fueron disminuyendo
mientras se acercaba la hora de cerrar y Marco no podía creer su suerte, no había
hecho más que servir tragos y ensayar unas flácidas frases en inglés. El encanto
de un hombre puede ser impredecible, pensó.
Cuando llegó el momento de salir ella estaba aguardando en el asiento trasero
de un taxi negro que parecía haberla esperado toda la noche. Al subir fue recibido
con un beso sorpresivo e intenso que le hizo templar los pantalones. Le pidió al
taxista de llevarlos a un hotel discreto que conocía y en el camino los nuevos
amantes se exploraron ansiosos, listos para una velada tan salvaje como memorable.
La cabeza le giraba, se sentía un adolescente a punto de debutar, por ratos no sabía
cómo tocarla, le apretaba fuerte los senos y ella gemía un poco quejándose pero
inmediatamente continuando con lo suyo. Parece que los alemanes conservan la
disciplina hasta cuando cagan.
Ya en el hotel se apresuró a sacar su nueva
tarjeta de crédito, pensando en cuánto cariño iba a tomarle al recordar cómo
fue estrenada. Les asignaron la habitación 403 y poco les faltó para correr a llamar
al ascensor. Ella ya tenía los tacos en la mano, así podían ser del mismo tamaño
y abrazarse apropiadamente. Cuenta regresiva, el ascensor llegaba finalmente al
primer piso. Se abren las puertas y sale una joven y bella chica con el pelo
oscuro, mojado y brillante. Las miradas se cruzan, el tiempo se detiene y los
corazones se paran un instante antes de romperse en cruel y silenciosa
sincronía. Es Giuliana, que baja la cabeza y camina hacia la salida, acompañada
de un tipo un poco gordo y viejo, que se queda mirando un rato a la alemana.
Las puertas del ascensor se cierran. Dos, tres, cuatro pisos que pasaron
lentos, vacíos. Marco miró a la alemana, siempre sonriente, y le respondió con
una mueca tonta tratando de imitarla. Las palabras sobraban, de hecho venían
todas a su cabeza como un remolino, sin ningún filtro. Pero era inútil hablar. Total,
ella no entendería.
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