Escuálido y desgarbado desde que aprendió a caminar, en el barrio lo habían visto crecer como a esa planta silvestre que nadie quiere regar pero consigue sobrevivir contra cualquier pronóstico. Fue un adoptado de la calle, que le regaló pan seco para comer y pies rápidos para escapar con frutas que robaba del mercadito. De sus padres y hermanos supo casi nada, unos le contaron que sufrieron un accidente, otros le dijeron que se fueron a trabajar a una plantación de café en Costa Rica. Nadie le dijo por qué lo abandonaron, tampoco él lo preguntó. Le decían El Pirata porque de chiquito le cayó una piedra en el ojo mientras peleaba en una de las tantas broncas que se armaban entre pandillas de los barrios más humildes de La Victoria, donde un pedazo de terreno se protege con la vida misma. Esta herida le hizo llevar por varios meses un parche sucio para cubrir su ojo izquierdo que nunca sanaría del todo.
El Pirata transcurría sus días en la cancha de fulbito, apostando dos soles por partido que después gastaba en una botella de aguardiente casero preparado por gente vecina, gente conocida, manos en las que podía confiar. Como las de la Tía Panchita, quien lo esperaba al mediodía en su casa con un platito de sopa de pollo con verduras. Por las noches agotaba sus sueños durmiendo en las azoteas de los edificios populares o en el garaje del mecánico Pablo, un anciano de sonrisa fácil que se jactaba de haber construido él solo su casa y su negocio, empresa que le tomó veintitrés años. Con el tiempo, el grupo de muchachos que creció junto al Pirata se fue reduciendo hasta dejarlo prácticamente solo. La mayoría de ellos, como suele ocurrir en aquel universo, se convirtió en padre a temprana edad y comenzó a trabajar en lo que sea para alimentar a sus hijos. El resto se mudó a otras partes de la ciudad en busca de un mejor futuro, de un futuro.
Cuando la Tía Panchita murió, la lloró y enterró como se debe llorar y enterrar a una madre cuando parte. La vida dura que ya conocía se volvió aún más dura y los días de hambre se contaban hasta los domingos. Entonces cambió los panes secos y frutas del mercado por espejos de autos y celulares que robaba y vendía en La Cachina. Los malos hábitos pueden ser adictivos. Así, el Pirata se convirtió en personaje habitual de las comisarías. Como no podían meterlo a la cárcel por delitos menores, los policías resignados lo dejaban suelto al día siguiente, “Pórtate bonito Pirata que te puede caer bala”. Era la tarde de un día martes cuando forcejeaba el espejo lateral de un carro que notó que la alarma estaba desactivada. Mirando a ambos lados tiró la puerta del piloto, que se abrió sutilmente, como invitándolo a entrar. La combinación de adrenalina y aguardiente en la sangre no le hizo percatarse que la gasolina estaba casi en cero y que la persecución no sería digna de película policial sino de tragicomedia, con un carro apagado repentinamente por falta de combustible y el protagonista disculpándose mientras era arrastrado hasta la cárcel municipal.
El Penal para Reos Primarios de Lima no estaba tan mal. Salvo algunas peleas, tenía techo y comida garantizados por primera vez. No pasaron muchas semanas para que se dieran cuenta de su talento con la pelota y lo hicieran defensa del equipo de su pabellón que ganó el campeonato interno. “El Pirata no arruga, mete pierna” decían al describir su juego rudo. Exactamente un año después de aquel desafortunado martes por la tarde, uno de los policías del penal le pidió que lo acompañara a otro pabellón. “Tiene otros apellidos pero es igualito a ti, compadre”, le dijo. El policía seguro desconocía que fue dentro del penal donde El Pirata recibió su primer documento de identidad, tomando los apellidos de la Tía Panchita, que ni siquiera era su tía de sangre. Un viejo volteó al escuchar el silbido y lo que ocurrió después lo contaría esa noche entre lágrimas el vigilante a su esposa. Le dijo que vio correr a un niño frágil, de pies ágiles y desnudos, asustado pero con una picardía en los ojos que uno pensaría que podría escaparse de un momento a otro con dos panes en la mano.
AUDIOCUENTO
no entendí el final :/
ResponderEliminarel pirata encontró a su viejo en el penal?
Excelente deducción EBP, asi fue, gracias por el comentario!
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