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Dulce Carmela [cuento corto]

dulce carmela

Doña Carmela tuvo cuatro hijos, la mitad que su madre y un tercio que la abuela. Buenos tiempos los de antes, era su frase preferida. Desde chica aprendió a cocinar y planchar para atender a sus hermanos mayores, vieja escuela de madres provincianas que se extinguió con el tiempo. Escuela sin embargo que aplicó sin tanto éxito con sus críos, quienes salieron más curiosos, menos conformistas, más traviesos. Iván, su esposo, trabajaba en una mina y era común que llegara a casa sólo los fines de semana, aunque su arribo era toda una fiesta porque traía juguetes, caramelos y chocolates para los hijos. Y bombones para Dulce, como la llamaba desde cuando eran novios.


Cuando Doña Carmela enviudó a los cincuenta y dos años, Pascual, el mayor de sus hijos ya tenía treinta años y se hizo cargo de la familia hasta que cada uno tomó su propio camino, cosa que ocurrió en pocos buenos años. La casa nunca estaba vacía, todas las tardes después del almuerzo llegaba alguien para conversar de las cosas que se suelen discutir en un pueblo pequeño y a menudo traían fruta fresca y carne seca. Alicia, la hija menor, era quien la visitaba más frecuentemente, cada dos semanas. Se dejaba engreír y le rogaba que le hiciera un postre que ella preparaba sólo en Semana Santa: un bizcocho suave relleno con dulce de leche, tradición de familia y que no tenía un nombre. Ambas entonces se divertían en la cocina porque la abuela, que estaba casi sorda, se la pasaba gritando y señalando con el bastón durante toda la preparación. Un día Alicia llegó a casa con sus amigas, jovencitas recién graduadas en administración en la Universidad San Ignacio de Loyola. Era, según calendario, Semana Santa y ya Doña Carmela las esperaba con el requerido bizcocho. Luego de probar semejante delicia alguien soltó la idea de venderla. Por su ligereza, sabor y presentación seguramente tendría un gran éxito en cualquier época del año. Se llevaron una bandeja a Lima y a los dos días Alicia llamó emocionada diciendo que el dulce se ofreció en una feria universitaria y tuvo una acogida increíble, que tenía incluso una lista de pedidos. ¿Era posible acaso que una fortuna jamás explotada haya pasado por generaciones?

El compadre Rubén, padrino de bautizo de Pascual, era el indicado para asesorarla. Se había mudado a Lima hace veinte años pero siempre que podía iba a visitarla y le traía muestras de perfume como regalo. Él conocía bien la ciudad, los trucos para sobrevivir en esa jungla gris y salvaje que era Lima. Los gastos eran considerables: un local céntrico y con una cocina grande, un horno a gas, dos empleadas, la página web, el cartel en la entrada, hay que ponerle un nombre bonito. Treinta mil soles era la inversión inicial, diez mil los pondría Alicia y veinte mil Doña Carmela, que no quería ir a la ciudad. Con quién dejo la casa decía, cómo voy a dejar a mi mamá solita. Rubén fue para el pueblo cuatro veces en un mes, no te preocupes comadre que si el banco pide una garantía yo me ofrezco. Doña Carmela se ilusionaba entonces con ver a su madre paseando por la plaza con su nueva silla de ruedas, con reparar la chimenea de la sala, que los inviernos cada vez son más fríos, con ir a Bruselas mientras tuviera fuerzas para conocer a su nieta que había nacido hace poco. No sabía ubicar Bruselas en un mapa pero le sonaba muy lejos, agotador. Pasó el tiempo y de su compadre Rubén no supo más, Alicia llegaba cada semana pero desviaba la conversación cuando le preguntaba del negocio en Lima. Algo que las madres saben hacer bien es leer los ojos de sus hijos y no tardó en darse cuenta de lo que ocurría. Le dolió el pecho unos días pero luego se sintió mejor, su madre con noventa y ocho años gritando por la casa era la garantía de que a ella le faltaba aún mucho por vivir. Un sábado por la mañana entró al cuarto que sirvió de biblioteca para sus hijos mientras crecían. Entre novelas y enciclopedias sacó un cuaderno de recetas desgastado, con manchas, casi roto. Cuántas manos escribieron y acariciaron antes que ella esas hojas, mujeres que la amaron y cuidaron. Entonces sonrió, sintiendo de pronto que Bruselas ya no le sonaba tan lejos.

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