Nos conocimos, literalmente, a golpes. Era la Semana Universitaria PUCP 2003 y se jugaban las semifinales de fútbol, yo jugaba para la facultad de Arquitectura y él para la de Administración. Empatábamos a cero y faltando poco para el final del partido uno de nuestros delanteros fue empujado cuando estaba frente al arco rival. El árbitro decidió no cobrar ninguna falta y se armó el lío. Dos horas más tarde el equipo ganador, o sea el de Iván, ofreció seis cajas de cerveza al equipo perdedor, o sea el mío. Y entre vasos llenos, chistes malos y ojos morados, nos hicimos amigos.
Como si aquella victoria deportiva fuera una premonición de nuestros destinos, Iván con el tiempo obtuvo sin muchos problemas lo que yo nunca conseguí: muchas mujeres y mucho dinero. Cuando salíamos de juerga, por ejemplo, a pesar de mis esfuerzos por bailar manteniendo el ritmo, cosa que no es lo mío definitivamente, era Iván el que generalmente terminaba besuqueándose con una señorita casi siempre guapa. No es envidia que resalte lo de casi siempre sino que algo que yo aprecio es la belleza -cierto, yo no soy un modelo de revista pero exijo un mínimo de armonía física en una chica- mientras que mi amigo es un cazador algo conformista. En el campo laboral él también lleva la ventaja, yo me empeño en no equivocarme, cosa que me hace lento y predecible cuando realizo un proyecto. En cambio Iván es más simple, directo, a veces loco. Cuando cambiaba de trabajo me llamaba y me decía que lo que venía era mucho mejor. Yo temía que en algún momento de tanto renunciar no pudiera conseguir otro empleo, pero nunca fue así, sino tal como él lo decía: cada vez le iba mejor. Solía pasar meses en Brasil o Estados Unidos y cada año nos veíamos menos. No dejaba de mandarme sus fotos en playas alucinantes, en hoteles alucinantes y -como era de esperar- con mujeres alucinantes.
Hace poco organizamos una reunión de reencuentro de amigos de universidad en un club campestre con partido de fútbol incluido para conmemorar aquel de hace una década. Hubo buena convocatoria, algunos llevaron a sus esposas e hijos, que se entretenían viéndonos intentado reproducir nuestras mejores jugadas. Úrsula, mi novia, no pudo ir porque tenía un examen en pocos días pero me animó a tomar fotos del evento. Yo soy de los que dejan que otros -como Iván- las tomen para luego pedir que compartan en Facebook. Al caer la tarde, bebiendo varios buenos vinos, discutimos un poco de todo, repetimos las bromas y apodos de siempre, recordamos los viejos tiempos, saludamos las nuevas etapas. Cuando se hizo de noche estábamos ya algo borrachos y tras tomarnos numerosas fotos en grupo nos despedimos efusivamente. Iván se ofreció a llevarme a casa en su nuevo BMW.
Durante el trayecto me contaba que le aburría Lima, que estaba convencido de irse a radicar a Miami, allí tenía buenos contactos. De vez en cuando vendría a visitarnos, eso sí, que los viejos amigos son para siempre. Como al llegar vi que la luz de mi apartamento estaba encendida lo invité a subir un rato para que conozca a Úrsula pero me dijo que debía manejar hasta el otro lado de la ciudad y estaba cansado. Le agradecí el esfuerzo de traerme a casa y lo abracé antes de bajar del auto. De repente sentí que su cara se volteaba hacia la mía, estaba intentando besarme y lo empujé. Iván me miró entre arrepentido y sorprendido, se disculpó repetidamente y me pidió que no se lo diga a los muchachos. Tenía lágrimas en los ojos. Yo estaba algo enojado y muy incómodo, pero le respondí que no se preocupara, que haría como si nada hubiera pasado. Esta vez le estreché fuerte la mano y le deseé suerte, le dije que esperaba volver a verlo pronto. Esa noche no pude dormir. Mirando a Úrsula descansar sentí que a pesar de nuestras carencias, éramos afortunados de poder amarnos y expresarnos libremente, mientras afuera hay personas que lo tienen todo pero por una sociedad con prejuicios e intolerancias no consiguen ser felices.
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