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Una en un millón [cuento corto]

una en un millón

Éste era un hombre que luego de dos años de casado se enteró que era alérgico a su esposa. Aquí no se trata de una broma o modo de decir, ya que los casados están acostumbrados a disparar el término con temeraria ligereza para referirse a todo lo que encuentran pesado, feo, aterrador. Tal es así que con el tiempo desarrollan la alergia a la suegra, al supermercado, a los bancos y a un robusto etcétera. Pero éste no era el caso. Se trataba de una extraña enfermedad en la que el organismo de un individuo reacciona ante la cercanía de otra persona en particular, una que lleva un gen raro, presente en un habitante del mundo entre un millón. Y resulta que estos dos caprichos de la genética se encontraron y enamoraron, zurrándose en toda estadística y probabilidad.

Desde que se conocieron sospecharon que algo no andaba bien. La mejor amiga de ella era novia del mejor amigo de él y cuando los presentaron se gustaron sólo un poquito, lo suficiente para acompañarse a ver una película. Al poco tiempo de iniciado el film él comenzó a sentir una picazón por todo el cuerpo, su cara se puso roja como el trasero de un mandril y un calor asfixiante le fue subiendo desde la punta de los pies. Aunque aseguró sentirse bien, no tardó en alzarse desesperado por la falta de aire y en su angustiosa huida terminó vomitando encima de una pareja de desafortunados ancianos, desmayándose sobre ellos. El diagnóstico no fue claro, los médicos no se pusieron nunca de acuerdo y durante un año tuvo que presentarse cada tres semanas en el hospital para ser analizado.

Llamémosle acto del más puro amor, inocencia o simple masoquismo, la cosa es que él le pidió otra cita y ella se la concedió. Entonces los síntomas, aunque menos severos, se repitieron a pesar de las pastillas y agüita de azahar. Dicen que cuando el amor llama a nuestra puerta no se va hasta que le abramos y, aunque se vaya al poco rato, nos dejará para siempre un recuerdo. Y ambos decidieron con gallarda convicción abrirle sus puertas. De los vómitos y demás ya se encargarían después, total uno ama con el corazón y no con las vías de escape, por así llamarlas. Cuando terminó el año de los análisis le dijeron que estaba más sano que una ensalada de verduras frescas y que probablemente sus males se debían a un cuadro crónico de estrés. En vez de amilanarse él no encontró mejor manera de domar al estrés que cabalgando sobre el campo fértil, extenso e inextinguible del matrimonio.

Los recién casados se adoraban, se deseaban, hasta que se tocaban. Él se enojaba consigo mismo y ella lo calmaba diciéndole que todo se solucionaría pronto, aunque en el fondo pensaba que no sería así. Un día los visitó una tía que vino del norte para hacerles una sesión de “compatibilidad de cuerpos”, una suerte de brujería que los tuvo a ambos por una hora semidesnudos en pleno invierno y a medianoche, rodeados de flores y bañados de agua tibia con olor a popurrí. Lo único que consiguieron fue una fiebre de cuarenta grados y descanso médico durante cuatro días. Fue en una de esas tardes de reposo que buscando en Internet encontraron a una persona en Finlandia que sufría exactamente lo mismo. No pasó mucho tiempo para que ambos estuvieran listos en el aeropuerto con la maleta llena de esperanza y abrigos pesados, que en Finlandia el frío come. Bastaron veinte días para que le dijeran lo último que pensaba escuchar: era alérgico a su propia mujer. Le recetaron un jarabe y crema que debía echarse de por vida, hasta que la ciencia avance y le encuentre mejor solución. Por segunda vez, en vez de asustarse, no encontró mejor manera de asumir la noticia que ir sobre otro campo fértil, ahora el de la paternidad. 

Tuvieron en total tres críos que les darían dos nietos cada uno. De la alergia no se habló más, tampoco de Finlandia. El destino ya los había puesto a prueba una vez y habían llegado a un buen acuerdo. Desde la primera noche hasta su última, antes de ponerse su cremita y tomar el jarabe, él se acercó a ella y besó sus labios, convencido de que encontrarla era una probabilidad de una en un millón, pero amarla, sólo suerte.

AUDIOCUENTO (Narrado por: Rosario Sánchez Almada)
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