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Atómico [cuento corto]

atómico

A la edad de veinte años cayó en la conclusión de que llamarse Maximiliano Buendía sería el primer impedimento para convertirse en un superhéroe. Sabía que tal nombre de pila estaba destinado al olvido, le serviría sólo para pasar desapercibido entre la multitud, sería tan importante como Fulanito Detal. Una noche, viendo un documental por televisión, escuchó por primera vez el término “atómico” y aunque no entendió su significado, fue como una iluminación, sensación que le hizo hasta temblar; supo entonces que llamándose así alcanzaría la inmortalidad.


Todos los del barrio lo conocían, era habitual encontrarlo afuera a primera hora del día rebuscando con avidez entre los cubos de basura antes de que pasara el camión recogedor. Para Atómico, cada recipiente era único, encontraba cosas sorprendentes y a veces repugnantes. Tomaba lo que le más le gustaba y lo hacía suyo, se construía uniformes de bolsas de plástico negras, botas de cartón y cascos de aluminio. Pasaba largas tardes fabricando sus armaduras y planeando el modo de derrotar a sus enemigos, llamados policía municipal, recicladores y perros callejeros. Su espíritu explorador lo llevaba cada vez a nuevos territorios, durante la noche hacía trazos sobre un mapa de la ciudad que tenía pegado en la pared de su habitación y a la mañana siguiente, luego de desayunar, salía a controlar cada uno de los cubos marcados con su firma en plumón azul, hitos que delineaban su imperio. Cuando emprendía nuevas conquistas era común que fuera sorprendido por los residentes y llegara la policía a preguntarle –o preguntarse- qué rayos hacía con toda esa porquería encima. Sin embargo él estaba siempre listo, con su capa roja de tul, sus botas de cartón y casco de aluminio. Generalmente los encuentros eran pacíficos pero en más de una ocasión terminaba en la comisaría por haber arrojado botellas de vidrio a la autoridad. Ellos nunca lo entenderían,  era parte del proceso, hacía falta más de una batalla para conseguir la victoria. Con el tiempo los vecinos cedían y se resignaban a saludarlo a la distancia cuando lo veían en su empeñosa rutina. Él sonreía y devolvía el saludo con solemnidad para contentar a sus flamantes súbditos.

No todo era felicidad para nuestro héroe; el caer de la noche significaba para él volver a casa a escuchar los incomprensibles discursos y reclamos de su anciana madre, que sin remordimiento aparente rompía y echaba sus armaduras e implementos de guerra. Él  entonces se encerraba en su dormitorio y secaba en silencio sus lágrimas, consolándose con la idea de comer al otro día los caramelos de limón que le regalaba siempre la señora de la bodeguita donde compraba pan. Precisamente esa señora había inspirado su misión: poder juntar todos los juguetes recuperados y una vez arreglados ir a regalarlos a los niños de su reino, así quizás no los vería llorar en la calle y ellos lo amarían, sería finalmente Atómico, el superhéroe generoso. Eran éstos y otros pensamientos los que lo emocionaban a tal punto que a veces pasaba casi toda la madrugada mirando su reloj esperando que amaneciera para lanzarse a una nueva aventura.

Si bien conocía perfectamente su territorio, había algo en esas calles que lo incomodaba hasta casi asustarlo: los contenedores para el reciclaje de ropas y zapatos. Eran como monstruos metálicos y amarillos que triplicaban el tamaño de los inofensivos tachos que él maniobraba con destreza, estaban sobre todo en los parques y en pareja para hacerse aún más temibles, con esas fauces que tragaban insaciablemente kilos de pantalones, camisas y zapatillas con los que las personas los alimentaban. Sabía que mostrar tamaña debilidad mermaría su buena reputación y se decidió a no dejar pasar otro invierno sin enfrentarlos. Partió una mañana con el mejor de sus blindajes, escudo de caja de pizza familiar incluido, determinado a ponerle fin al asunto. Se acercó sigiloso y, tras arrojar al suelo su capa de tul, con un grito épico se lanzó directamente sobre la boca del monstruo, que lo tragó con facilidad. Adentro estaba oscuro y frío, encendió su linternita y observó alrededor. No recordaba la última vez que había sido tan feliz en su vida.


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