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El buen vecino [cuento corto]

el buen vecino

Un apoyo varoncito” era –en el mejor de los casos- la frase con la que Modesto Carbajal era recibido en la Unidad Vecinal Matuta, donde nació, creció y seguramente moriría. Cien metros separaban la esquina donde lo dejaba el taxi y su departamento, distancia suficiente para que se le acerque alguien a robarle. Era ese el submundo que lo esperaba cada noche, en el que sobraban las peleas, los perros y el alcohol pero faltaba todo lo demás, empezando por un pedazo de carne en el plato de sopa a la hora de almuerzo. Con tal analogía se podría explicar su suerte, nadando entre fideos escuálidos y verduras viejas, el primero y único que merecía un bocado.

A diferencia de sus vecinos, Modesto fue educado para hacer las tareas del colegio, no escaparse a mataperrear, dar siempre las gracias y ahorrar las propinas. Esos valores y el pequeño departamento fueron la herencia de sus padres, que se le murieron casi seguidito, uno al año después que el otro. Se amaban tanto los viejos que no aguantaron mucho tiempo separados. Cuando ocurrió esto él ya ejercía como abogado de una empresa petrolera. Quizás como muestra de solidaridad, durante los dos años de duelo no sufrió ningún asalto, incluso una vez lo vieron llegando con latas de pintura y a la mañana siguiente tenía en la puerta a cinco jovenzuelos dispuestos a ayudarle a mejorar la casa. Pasado el tiempo, sin embargo, las cosas volvieron a la normalidad, es decir al menos cuatro robos al mes. Cuando tenía suerte sólo lo saludaban, pidiéndole de paso una propina, una colaboración, que la situación está jodida, causita. Otras veces, en cambio, se veía involucrado en acciones más bien violentas en las que terminaba en el piso y con el bolsillo del pantalón roto de tanto forcejear. Fueron vanos sus intentos de aprender algún arte marcial, además no se imaginaba realizando espectaculares combos contra sus atacantes, es sabido que estos sujetos de mal vivir pueden sacar de pronto una hoja de afeitar o navaja y arremeter sin hesitar. Mucho menos llamar a la policía para denunciar que era víctima de sus propios vecinos, sería el fin de la convivencia, o supervivencia. Su resignación llegó en una etapa en la que buscaba simplemente reposar sus pensamientos en la música italiana de los años sesenta, tan poética y traviesa como la mujer de sus sueños, que aún no llegaba a su vida. El dinero podría irse en sus reparticiones involuntarias –así había llamado a su desgracia- pero nada le quitaba el placer de navegar cada noche entre vinilos acaramelados, sumergirse en un mix de palabras hermosas pero incomprensibles y ron con Coca-Cola helada. Eran estas noches y los atardeceres en su terracita, cuando el sol ya anaranjado le regalaba seis metros cuadrados de gloria donde había colocado una silla playera, los que bloqueaban cualquier idea de mudarse.


Una tarde de esas naranjas, mientras exploraba fascinado el iPod que había ganado en un sorteo de la empresa, alguien tocó a su puerta. Era uno de los niños del barrio, aunque no lo reconocía tenía el mismo semblante de miseria que el resto. Agarraba una bolsa de plástico y con extraña timidez le pidió algo de azúcar, por favor. Extraña porque los mocosos suelen avivarse temprano, pierden la inocencia y se adaptan peligrosamente rápido al ambiente hostil en el que crecen. Extraño también que haya dicho por favor. La molestia por la interrupción se le fue, de hecho se reconoció a sí mismo en el crío a esa edad. Además, pensó que hasta podría ayudarlo, le habían dicho que podía meter en el iPod todas las canciones de sus vinilos. Lo invitó a pasar y luego de un vaso con Coca-Cola y la bolsita colmada de azúcar rubia lo convenció de echarle una mano en la ambiciosa empresa de digitalizar una década de música italiana. Con total frescura el niño buscó y descargó cada una de las canciones y tras dos horas despegó su mirada de la computadora y le dijo que el trabajo estaba hecho. Modesto se puso los audífonos y se le humedecieron los ojos al sentir las primeras notas de "Cinque minuti e poi". Le dio un billete como gesto de gratitud infinita y el pequeño se marchó saltando. Al verlo alejarse sonrió, con la esperanza de que en unos años al menos uno haya aprendido a ganarse una propina antes que dejarlo en el suelo con los bolsillos rotos.

AUDIOCUENTO (Narrado por: Rosario Sánchez Almada)
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Comentarios

  1. Un niño de la calle aprende tanto si se puede ver en ellos su niñez, y si ellos además, han logrado reservar parte de su grandeza humana. Buen y bello relato Eduardo. Felicidades y a iniciar un 2014 con alegría y pensamiento positivo.
    Abrazos.

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    Respuestas
    1. Gracias por tus palabras Taty, un fuerte abrazo y Feliz 2014!!

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  2. Eduardo, siempre me alegra saber de ti porque admiro a constructores de relatos. Crear personajes y darle vida es un algo que algún intentaré, mientras tanto leo a personas como tú que tiempo llevan escribiendo y observando las cosas de la vida.
    Abrazos siempre.

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    Respuestas
    1. Palabras de ánimo que vienen de una gran poetisa y que guardaré con cariño.

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