Iba apurado y con un humor pésimo porque justo cuando necesitaba el auto -mi hijo tenía su primera presentación en el colegio- mi mecánico de confianza me llamó diciendo que su taller estaba cerrado porque había amanecido con una fiebre muy alta. Miraba el reloj y mi celular, deseando llegara pronto el día que exista una aplicación que nos consiga tele transportar. Continuaba puteando entre dientes mientras caminaba por la avenida sin poder parar un bendito taxi porque todos pasaban llenos, confirmando mi teoría de que cuando un día debe irte todo mal, no hay nada que puedas hacer para impedirlo.
Luego de casi diez minutos de espera conseguí uno que me llevara a destino. Probablemente me dijo el precio pero mi mente estaba bloqueada por otros pensamientos, como el de mi mujer con su cara de dónde-has-estado y seguro-hay-cosas-más-importantes-que-tu-hijo-o-yo. El taxista era un gordito de barba descuidada y gris que no dejaba de contar chistes de todo tipo. Al comienzo no le hice caso pero de tanto que se reía de sus propios chistes como un loco se me pasó la cólera y empecé a reír con él. Al notar que veía mi reloj cada dos minutos me preguntó el motivo de mi ansiedad, no sin antes volver a jurarme que llegaríamos en el menor tiempo posible. Cuando le conté lo del mecánico y lo de mi hijo se volvió aún más enérgico y me dijo que él tenía tres hijos: Lucas, Esteban y Valeria. Que de los tres sólo Valeria, la más pequeña, había sacado de él su habilidad con las matemáticas, tanto que le hacía recordar cuando era escolar y obtenía las mejores notas. Pero eso sí, a Valeria le había enseñado algo que él aprendió de la vida, el no dormirse en sus laureles, porque siempre habría alguien que tendría las ganas de superarla y otro que simplemente la superaría, como le pasó a él. "Un día, pues, llegó este provincianito que ni español sabía hablar bien pero que la rompía en todo. Cómo estudiaba el desgraciado." Se entretenía describiendo al niño que vino del interior del país para destronarlo. "Era flaquito el puta, mejor le hubiera dado su chiquita para que no estudiara tanto y deje de joder ja ja ja." Le comenté que yo nací en provincia pero había crecido en la ciudad con todas las adversidades que enfrenta un emigrante, razón por la que la mayoría tenemos una actitud luchadora, virtud que trataba de inculcar en Eduardo, mi hijo. "Ah caramba maestro, disculpe, no quise ofenderlo pero le juro" -le encantaba jurar- "que ese mocoso me marcó tanto que hasta ahorita mire usted tantos años que han pasado y todavía recuerdo clarito cuando en el cuadro de méritos yo no estaba primero sino ese tal Manuel Quiróz Talledo." En ese momento sentí que mi corazón se detuvo por unos segundos al escuchar mi nombre, voltee a verlo y respondí: ¿Oscar Javier Roca?
El taxista dio entonces una frenada que casi provoca un choque en cadena. Con el auto detenido en media calle nos miramos y ahí reconocí, detrás de esas ojeras y barba gris, el rostro de mi compañero de aula, treinta y dos años después. Nos desabrochamos los cinturones de seguridad y nos abrazamos. Me dio dos palmadas en la espalda y se apartó para volver a mirarme, con los ojos en lágrimas. "Cómo es la vida Manuelito, mírate tú tan elegante, ese terno debe valer más que este taxi, carajo." Nos echamos a reír y en los cinco minutos que tardamos en llegar recordamos a nuestros profesores, nuestras palomilladas y los exámenes de matemáticas. Al arribo nos despedimos, tuve que insistir bastante para que acepte el pago de la carrera. Me estrechó fuertísimo la mano al punto de lastimarme e intercambiamos números para quizás algún día salir a tomarnos unas cervezas. Bajé del auto y al ver cómo se alejaba velozmente tuve el presentimiento de que no nos volveríamos a ver. Podría, sin embargo, contarle a Eduardo que hoy había tenido el honor de reencontrar al primero de mi clase.
esta es una lección que uno va aprendiendo poco a poco en la vida...bien hecho!
ResponderEliminarGracias por el comentario, regresa siempre!
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