15.1.14

Hongo mágico [cuento corto]

hongo mágico

Era uno de esos días en el que se amanece queriendo que ya anochezca. Mariella finalmente había aceptado mi invitación a una cena y para mejorar el asunto la reunión sería en mi departamento y conmigo como único chef y anfitrión. Con la preparación en casa no sólo estaba ganando puntos a favor sino que aliviaría en algo a mi escuálida y castigada billetera post periodo navideño. La receta ganadora: Pechugas de pollo con salsa de champiñones. En realidad era la única receta fácil que mi madre pudo enviarme vía e-mail. Se había incluso ofrecido venir a cocinar pero tener a tu mamá en tu departamento en la primera cita era como vaciar por completo el agua de una piscina antes de lanzarte.

Decidí ir al mercadito que estaba a pocas cuadras de mi oficina, convencido que con lo que ahorraría ahí podría comprar el vino francés que había prometido. Para mi suerte conseguí excelentes precios y los vendedores fueron más que amables. El vino francés estaba asegurado. Al llegar a casa y poner sobre la mesa los ingredientes me llamó la atención el paquete de champiñones. Contenía una bolsita de setas rojas, pequeñas y cortadas en trocitos. Asumí que eran cortesía del vendedor, una especie de sazonador para mi salsa, ya que le había contado sobre el plato a preparar. La cena estuvo lista para el momento que Mariella llegó y al entrar me hizo dos cumplidos: el aroma de la cocina y mi perfume. Era la dosis de autoestima que necesitaba para llevar a buen puerto la velada. Besé cariñosamente su mejilla izquierda, la invité a sentarse y puse a sonar el último disco de Arjona que, aunque lo odio, sabía que era su artista favorito. Qué mejor escena que tú sirviendo la comida mientras ella, con un vestido negro súper ceñido  que dejaban ver sus hermosas piernas y sus hermosos senos, canta relajada una canción que tú acabas de poner. Aunque se tratara del jodido Arjona. Brindamos por nuestra primera cena, ella me miró  a los ojos, le brillaban y le dije que era un honor tenerla esa noche en mi humilde morada. No sabía que para tenerla impecable como estaba me había matado limpiándola todo el fin de semana. El pollo está riquísimo, me dijo y yo aprobé agradeciendo en silencio a mi madre. Me miraba coqueta y sonreía cada vez que yo la miraba. Cómo amo este juego.

Pasó una hora y mientras terminábamos la botella de vino de pronto sentí que mi cuerpo se volvía tan ligero como un algodón. Su rostro comenzó a  distorsionarse ante mí y de un momento a otro Mariella tenía cinco ojos, dos labios y ocho senos. Trataba inútilmente de mantener la atención, no sentía mis piernas ni podía sostener mi copa de vino, que parecía hecho de papel. Cada tonalidad de luz se veía aumentada e invadía mi panorama. Ella entonces me miró, acercó su cara hacia la mía y me preguntó si estaba sintiendo lo mismo que ella. Estábamos drogados y viéndonos el uno al otro como dos pinturas de Salvador Dalí. Le dije que se calmara, que podíamos estar gravemente intoxicados y que llamaría a emergencias. No ocurrió así, quedamos en silencio por una eternidad y cuando me di cuenta estábamos echados sobre la alfombra acariciándonos. Sus manos parecían gelatina, sus cabellos arena de mar y su rostro una masa de arcilla. Reíamos describiendo lo que sentíamos y sin darnos cuenta estábamos desnudos, tocándonos como dos niños que descubren la espuma en su primer baño. Dado el momento pensé que sería la oportunidad para hacer el amor y en mi ingenuidad traté de concretar el acto inútilmente. Desafío a cualquiera a tener sexo con una mujer de tres cabezas con sus correspondientes partes íntimas. Nos reímos tanto sin tener siquiera idea de lo que estábamos haciendo hasta que horas después, ya de madrugada, nos vestimos de inmediato avergonzados. Antes de irse me abrazó y para mi sorpresa me besó en los labios, agradeciéndome por la extraña pero inolvidable cena.  Los días siguientes no tuve noticia de ella, mis ganas de llamarla se enfrentaban con la rara sensación de deber explicar lo sucedido aquella noche, sin tener siquiera una respuesta. Un miércoles sin embargo, mientras almorzaba, recibí un mensaje de texto suyo sugiriéndome cenar nuevamente en mi departamento. Supe entonces que debía volver al mercadito.

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