Ir al contenido principal

Un amor sin Internet [cuento corto]

un amor sin internet

Cuánto te amo Clarita. Sólo tú podrías tener la ocurrencia de exigir que el día de nuestra primera cita ninguno de los dos usara teléfonos celulares ni accediera a Internet, tan utilizados y valorados en estos tiempos. Pensé que sólo se trataba de una broma pero con tus ojitos marrones me diste a entender que no era así. Lo sé, querías que fuera especial, que tomara tiempo, esfuerzo e imaginación. Como lo hicieron tus padres, que se enamoraron sin todos estos aparatos y te trajeron, preciosa, a este mundo chiflado.


La aventura comenzó el viernes por la noche con Adriana, nuestra amiga en común, que se ofreció como testigo y árbitro de esta tertulia old school. Ante ella apagamos nuestros celulares con el compromiso de no encenderlos hasta el domingo. Prometió entonces que cual acosadora enfermiza nos llamaría durante todo el sábado para controlar que así fuera y que además verificaría el estatus de conexiones a nuestras redes sociales. La verdad es que verla tan segura y excitada con lo que decía me dio un poco de temor. Esa noche ya me sentí extraño al no poder dar las buenas noches a Clarita por WhatsApp y que ella tampoco pudiera responderme con una una carita, de esas amarillas, lanzando un besito volado.  Al día siguiente fue el caos. Fiel a mi palabra, caminé rápido a la cocina para desayunar, desairando a mi laptop y tablet. Nada de noticias, revisión de email, novedades en Twitter o Facebook ni videos random en YouTube. Estoy tan acostumbrado a abrir un sinnúmero de páginas, para ir picando de a poquitos tanta información, que la televisión me pareció lo bastante estática y aburrida como para apagarla sin compasión. Descubrí que me servía como una triste acompañante, que al encenderse transmitía solitaria lo suyo, en segundo plano, tratando inútilmente de llamar mi atención mientras yo me sumergía insaciable en las aguas profundas de ese océano invisible (en invencible) llamado Internet.

No había tomado mis previsiones para un día así y sin una agenda de apoyo tuve que ingeniármelas para conseguir el número de casa y dirección de Clarita. Luego de poner de cabeza mi dormitorio en busca de un papelito o cuaderno donde haya escrito el número de Adriana o alguien que la conociera (ella era la única que podría salvarme), se me ocurrió ver si conservaba todavía una de sus tarjetas de presentación. Al llamarla respondió de inmediato a su celular -seguramente estaba en su psicopática tarea de ver que Clarita y yo estuviéramos fuera de línea- y luego de comprobar que la estaba llamando de mi teléfono fijo me dio entre risas el bendito número, eso sí, la dirección la averiguas por tu cuenta papito que no te la vas a llevar tan fácil. Había olvidado esa sensación entre ansiedad y nervios que ocurre mientras el otro teléfono va timbrando. Lo último que te esperas es que conteste una voz masculina, que te pregunte qué quieres, que simplemente te cuelgue la llamada o a lo mejor ni te contestan, total, quién rayos llama a un teléfono fijo en estos días. Estos delirados pensamientos hacen que consideres colgar para elaborar un mini discurso y volver a llamar. Para suerte mía contestó Clarita, que había tenido casi la misma experiencia con la televisión por la mañana. A pesar de sus esfuerzos por explicarme, no supe establecer un mapa exacto en mi mente, esa era labor de Google Maps. Estaba en el otro extremo de la ciudad, como a una hora de mi casa.

Manejé durante dos horas sabiendo que estaba perdiéndome con cada giro que daba, preguntando a la gente y perdiéndome aún más. No tenía cómo llamar ni a quién llamar, que ni siquiera recuerdo mi propio número. Agotado y asumiendo mi vergonzosa dependencia a la tecnología, estacioné frente a una farmacia para poder llamar desde un teléfono público a casa de Clarita, que me contestó preocupadísima. Esa noche nos la pasamos en su casa, vivía sola, riéndonos de lo difícil que se nos hacen las cosas que antes eran fáciles y viceversa. Qué difícil me la pusiste Clarita, pero al besarte y acariciar tus cabellos sentí que había valido la pena esta locura y que por fortuna no éramos ni seríamos nunca esas dos caritas amarillas mandándose besos volados.


MÁS CUENTOS CORTOS DE AMOR: CLICK AQUÍ

Comentarios

Entradas populares de este blog

Diego vs Maradona

Copyright: ©John Vink   Maradona fue ese chico prodigio del fútbol, de talento natural, marcado con la huella imborrable de los que protagonizan aquella historia del chico que sale del barrio humilde y consigue convertirse en una estrella. Historias así existieron y vendrán muchas otras, pero él fue diferente. Porque era algo increíble verlo tratar una esfera como si fuese una extensión de su existencia y obedeciera a sus más exigentes caprichos. Diego vivió rodeado de gente buena y mala, fue conociendo las delicias y las fortunas de la fama y el dinero, que también tiene un lado oscuro, al que no escapó, del que se dejó tentar, al que finalmente sucumbió. Maradona llenó estadios, ganó admiradores en todo el mundo, quienes comprendieron que el fútbol puede también ser un arte. Diego firmó autógrafos, se dejó engreír, se fue envolviendo de vicios y defectos que por momentos dominaron a ese ser solidario, fiel amigo, bonachón. Diego y Maradona compartieron el mismo cuerpo en una impo...

La suerte de una promesa

“Lo único que nos queda por alardear es el amor. No existe otra fuerza que lo supere" Los autos transitaban en caótica armonía por la calle Los Eucaliptos y Claudio aún no se sentía listo para ver a Pat ricia bajar de uno de ellos. Habían pasado diez años desde que se mudó a Miami y trece desde que la vio por última vez. Mientras esperaba su llegada, se preguntaba si ella lo reconocería de inmediato o le tomaría unos segundos hacerlo . E n e l peor de los casos se justificaría diciendo “Es que ahora te ves mejor” . La conocía tan bien.

Al lado de la cama

Es la enésima vez que llego tarde a casa por sucumbir nuevamente a la presión de los amigos después del fulbito del viernes por la noche. Atravieso la sala a oscuras, guiado por la pantalla de mi celular y al llegar a la cocina me seco media botella de agua sin dificultad. Esta rutina ya practicada y repasada me habría servido para bosquejar mentalmente la excusa que me habría salvado de terminar condenado a dormir en el sofá. Pero esta vez no quiero esforzarme, he decidido asumir las consecuencias de mis errores y suplicar perdón. Me desvisto mientras subo al segundo piso en puntas de pie, convencido de someterme al inminente castigo, osadía que sin embargo me da una sensación de sosiego mientras abro lentamente la puerta de la habitación. Veo su silueta cubierta por las sábanas al lado de la cama e inmediatamente siento que ella no se merece a un mequetrefe borracho que no sabe decir que no. Tanteo bajo mi almohada para recuperar mi pijama y en poco tiempo me encuentro echado, abriga...