Hasta esa tarde del viernes cuatro de febrero la vida de Carlos Marcelo era tan normal como aburrida. Cabe resaltar la fecha porque él siempre recordaría ese día como el inicio de su increíble historia. Revisaba con desgano su correo personal cuando de pronto reparó en un mensaje de un ex compañero de colegio con quien prácticamente no tenía comunicación, salvo un par de saludos durante el año por Navidad y cumpleaños. Comenzaba disculpándose y aclarando que lo que había visto era culpa de un colega que le había compartido un video colgado en una conocida página para adultos. Nos ocurre a todos el negar nuestra irrenunciable e inquebrantable naturaleza onanista.
Continuaba diciendo que, sin ánimos de ofenderlo, le había parecido verlo en el mencionado video sin ninguna prenda encima y realizando acrobacias no precisamente circenses. En caso se tratara de él, que tomara las medidas correspondientes para proteger su privacidad. Punto seguido y a continuación el enlace directo al contenido. Carlos leyó cinco veces el correo sin dar crédito a lo que sus ojos leían, le parecía que por algún lado descubriría que se trataba de una broma o un virus de esos que se mandan automáticamente haciéndose pasar por gente conocida. Nada. Tampoco podía abrir el enlace en cuestión porque estaba en el trabajo. Canceló la cita que tenía con el dentista y al término de la jornada se dirigió directamente a su casa, abalanzándose prácticamente sobre su laptop. Eran trece minutos de acción pura y dura, doscientos noventa comentarios y diez mil ochocientas visualizaciones. Recordaba ese video, de hecho lo había filmado él con su propia cámara hace dos años en un hotel del centro. Su compañera de escena, por así decirlo, era una amiga con derechos de ese entonces, una inquieta y guapa colombiana de piel canela.
Preso del pánico, se agarró la cabeza y comenzó a dar vueltas en su habitación tratando en vano de ordenar la marea de ideas que le venían simultáneamente. Cómo pudo ocurrir algo así, quién estaba entrando a su computadora para robarle sus archivos más íntimos. Saltó nuevamente sobre el teclado decidido a encontrar al culpable. Comenzaría por cambiar todas sus contraseñas, quizás alguien se estaría metiendo entre sus datos remotamente y era mejor desconectarse de Internet por el momento. Su creciente estado de paranoia se interrumpió de pronto por una imagen, un recuerdo que lo aclaraba todo: un mes atrás había llevado a reparar su laptop en una conocida tienda de tecnología. Podría apostar que era obra de un perverso técnico quien, husmeado entre sus documentos, había hecho el calenturiento hallazgo y no conformándose con verlo lo subió al sitio triple equis más visitado. Al menos el más visto entre su círculo de amigos y colegas, lo que incrementaba su angustia. Aunque en la tienda negaron cualquier acusación, ante la enérgica insistencia, el gerente salió con que tenían normas éticas muy estrictas entre los empleados pero que se encargaría personalmente de investigar. Buenas intenciones, pero el hecho es que cada segundo que pasaba alguien en el planeta podría estar viéndolo sudar, hacer muecas de placer, brincar como un mono enjaulado y dar gritos a lo guerrero apache, peculiaridades suyas cuando hacía el amor.
Sintiéndose débil e impotente regresó a casa a ver el video, que ya tenía cien visitas más que hace un par de horas. Repasó lentamente los comentarios y algunos de ellos relajaron su compungido semblante. En más de un idioma, pajeros de todo el mundo saludaban y felicitaban tremenda ejecución amatoria. Advirtió entre ellos una nota que decía: “Si eres el que aparece aquí, escríbeme en privado, tengo una propuesta de negocio”. No pudo evitar soltar una carcajada, era el último disparate que faltaba en el día. Una mezcla de curiosidad con resignación hizo que se registrara en el sitio y escribiera al emisor del anuncio. En poco tiempo llegó la respuesta y aún sin poder creerlo siguió el juego. Fueron cuatro horas de intercambio de misivas que se repitieron durante cuatro semanas. Ocho semanas después de ese lejano viernes cuatro de febrero, Carlos Marcelo pisó por primera vez el aeropuerto de Barajas, Madrid. Y así nació la leyenda.
Continuaba diciendo que, sin ánimos de ofenderlo, le había parecido verlo en el mencionado video sin ninguna prenda encima y realizando acrobacias no precisamente circenses. En caso se tratara de él, que tomara las medidas correspondientes para proteger su privacidad. Punto seguido y a continuación el enlace directo al contenido. Carlos leyó cinco veces el correo sin dar crédito a lo que sus ojos leían, le parecía que por algún lado descubriría que se trataba de una broma o un virus de esos que se mandan automáticamente haciéndose pasar por gente conocida. Nada. Tampoco podía abrir el enlace en cuestión porque estaba en el trabajo. Canceló la cita que tenía con el dentista y al término de la jornada se dirigió directamente a su casa, abalanzándose prácticamente sobre su laptop. Eran trece minutos de acción pura y dura, doscientos noventa comentarios y diez mil ochocientas visualizaciones. Recordaba ese video, de hecho lo había filmado él con su propia cámara hace dos años en un hotel del centro. Su compañera de escena, por así decirlo, era una amiga con derechos de ese entonces, una inquieta y guapa colombiana de piel canela.
Preso del pánico, se agarró la cabeza y comenzó a dar vueltas en su habitación tratando en vano de ordenar la marea de ideas que le venían simultáneamente. Cómo pudo ocurrir algo así, quién estaba entrando a su computadora para robarle sus archivos más íntimos. Saltó nuevamente sobre el teclado decidido a encontrar al culpable. Comenzaría por cambiar todas sus contraseñas, quizás alguien se estaría metiendo entre sus datos remotamente y era mejor desconectarse de Internet por el momento. Su creciente estado de paranoia se interrumpió de pronto por una imagen, un recuerdo que lo aclaraba todo: un mes atrás había llevado a reparar su laptop en una conocida tienda de tecnología. Podría apostar que era obra de un perverso técnico quien, husmeado entre sus documentos, había hecho el calenturiento hallazgo y no conformándose con verlo lo subió al sitio triple equis más visitado. Al menos el más visto entre su círculo de amigos y colegas, lo que incrementaba su angustia. Aunque en la tienda negaron cualquier acusación, ante la enérgica insistencia, el gerente salió con que tenían normas éticas muy estrictas entre los empleados pero que se encargaría personalmente de investigar. Buenas intenciones, pero el hecho es que cada segundo que pasaba alguien en el planeta podría estar viéndolo sudar, hacer muecas de placer, brincar como un mono enjaulado y dar gritos a lo guerrero apache, peculiaridades suyas cuando hacía el amor.
Sintiéndose débil e impotente regresó a casa a ver el video, que ya tenía cien visitas más que hace un par de horas. Repasó lentamente los comentarios y algunos de ellos relajaron su compungido semblante. En más de un idioma, pajeros de todo el mundo saludaban y felicitaban tremenda ejecución amatoria. Advirtió entre ellos una nota que decía: “Si eres el que aparece aquí, escríbeme en privado, tengo una propuesta de negocio”. No pudo evitar soltar una carcajada, era el último disparate que faltaba en el día. Una mezcla de curiosidad con resignación hizo que se registrara en el sitio y escribiera al emisor del anuncio. En poco tiempo llegó la respuesta y aún sin poder creerlo siguió el juego. Fueron cuatro horas de intercambio de misivas que se repitieron durante cuatro semanas. Ocho semanas después de ese lejano viernes cuatro de febrero, Carlos Marcelo pisó por primera vez el aeropuerto de Barajas, Madrid. Y así nació la leyenda.
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