Dijo Franklin Roosevelt que los hombres no son prisioneros del destino sino prisioneros de su propia mente. Y ésta inspirada frase no la hubiera nunca conocido Lorena sino fuera porque la leyó en el papelito de instrucciones que encontró dentro del paquete de pastillas que acababa de comprar. Casi desesperada por su situación acudió a un médico naturista recomendado por una de sus mejores amigas. A nadie más podría haberle confiado su embarazoso secreto. A los cuarenta años, que se dicen ser los nuevos treinta y en pleno apogeo de su madurez física y mental, su esposo, que tenía un par de años más que ella, había –por darle un término industrial- dejado de funcionar.