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Fruta macerada [cuento corto]

fruta macerada

¡Lleve la rica fruta caserito, lleve!” gritaban las señoras en delantal desde sus puestos al pasar de los compradores sabatinos que se movían en involuntaria armonía a ritmo de procesión. Pese a que había vivido en ese barrio toda su vida, era la primera vez que Víctor se había visto en la necesidad de ir al mercadito comunal. Pensaba que con hamburguesas y huevos fritos un hombre podría vivir tranquilo por siempre pero se equivocó. Mientras caminaba por los pasadizos saturados de gente y de olores de todo tipo, extrañaba la sonrisa de Pamela que lo esperaba con un plato distinto, riquísimo, todas las noches. Aunque su espíritu juvenil chocaba constantemente con su aspecto físico, había ingresado forzosamente al dudoso club de los solteros maduros y tenía inevitablemente que atender por cuenta propia todas sus necesidades, incluyendo (sobre todo) las sexuales.

Cocinar era uno de esos problemas que había conseguido evitar con los años, valiéndose de su mamá, abuelas y novias criadas bajo la vieja escuela de mujeres abnegadas a los quehaceres domésticos. Tenía entonces la remota esperanza de que en ese entorno, entre tantas doñas de volumen imponente  que le recordaban con cariño a su madre, encontraría la ayuda necesaria para poderse preparar algo que no deba freírse en una sartén ni calentarse en un horno de microondas. En su despistado recorrido se percató de un personaje que tenía poco más que su edad, llevaba un sombrero de vaquero que cubría casi la mitad de su cara y no dejaba de coquetear con sus vecinas. El hombre se dio cuenta que lo veía y le preguntó a viva voz si podía servirle en algo. Extrañamente Víctor se sintió en confianza para responderle que no sabía un carajo de cocina y que moría por comer una pechuga de pollo al horno con puré de papas y un pastel de naranjas. El detalle en el que no había reparado era que el sujeto solo vendía frutas. Luego de reírse a mandíbula batiente por un rato, el fulano comenzó a moverse inquieto de un lugar a otro, tomando los ingredientes necesarios para los platos y coqueteando aún más con las comerciantes jóvenes para tomar verduras, carnes y demás insumos. Luego de unos minutos tuvo todo listo. Ignorando la primera regla de todo mercado que reza que el precio se debe siempre regatear, pagó el monto total y partió apresurado a buscar el modo de preparación.

El encuentro se repetiría las semanas sucesivas y la dinámica sería siempre la misma. Como si se tratara de una fábrica funcionando en perfecta sintonía, uno mencionaba el producto final y el otro suministraba la materia prima. No se habían presentado, ninguno sabía el nombre del otro pero se entendían estupendamente. Víctor se había dado cuenta de que el precio final estaba algo inflado pero consideraba que valía la pena pagarlo, no creía que alguien más tuviera la paciencia e iniciativa del vaquero. 


Uno de esos sábados pasó como otros tantos, lleno  de multitud, griteríos y hedores. Sintiéndose atrapado en la rutina, llamó a los amigos de siempre para tener algo de distracción, música y alcohol esa noche en algún bar. Llegada la madrugada dejó que uno de los muchachos manejara su auto y llevara al resto del grupo a sus respectivos hogares. Una vez cumplida la tarea, tocaba recorrer sus calles para llegar a su casa. Cuando pasaron por la zona del mercado le pareció reconocer a alguien entre un grupo que estaba reunido en una esquina oscura y pidió estacionar por un momento. Bajó del coche y se acercó a quien tenía el inconfundible sombrero de vaquero. Borracho como estaba, quería saludarlo efusivamente y celebrar por todos los platos que había conseguido cocinar gracias a él. La respuesta no fue la que se esperaba. El tipo tenía los ojos vidriosos, la mirada perdida y la boca espumosa, entreabierta. No era el hombre con quien hace unas horas había hablado. Vociferó dos palabras incoherentes y luego de un silencio tenso sacó una navaja de su pantalón. Víctor le pidió que se calmara, que no tenía más intención que saludarlo. Como respuesta obtuvo otro grito y la filosa arma cada vez más cerca, amenazante. Supo entonces que aquel hombre no era quien amablemente lo atendía cada fin de semana sino una cruel versión de sí mismo. Decidió alejarse apuradamente sin despedirse y volvió a su auto. En la oscuridad de su habitación y en desvelo, concluyó que la vida es una serie de batallas que uno pierde o gana sin más remedio que seguir luchando. Estaba seguro que la siguiente semana volvería al mercado y haría como si nunca hubiera pasado nada, como si el tiempo fuera un premio al olvido.


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Comentarios

  1. ¿Somos todos una sola visión o personalidad?, no, somos miles de versiones o respuestas con un solo rostro. Días atrás veía en tv un interesante reportaje a un psiquiatra, todo debido a un par de sórdidos hechos, el asunto en resumen es: que todos somos potencialmente agresores y asesinos. Lo único que nos separa del hecho, es el dominio de impulsos, y ese control es fácil de extraviar con excesos en droga y alcohol....Un abrazo querido Eduardo.

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    1. Muy interesante Taty, de hecho nuestra naturaleza violenta ha dado origen a un sistema que regula y castiga estos comportamientos.Gracias por pasarte a comentar, un abrazo!

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