Si la vida fuese una serie de caminos ya dibujados probablemente nos habríamos extinguido hace tiempo. A quienes se han cuestionado el porqué de las cosas debemos lo que tenemos y somos hoy en día ya que, por más insignificante que parezca un cambio, salir de lo establecido representa por sí mismo un logro.
Cuando llegaron al descampado la niña se puso a llorar. Durante las doce horas de viaje en autobús había soñado con su nueva casa en la capital, viendo a los modernos autos pasar frente a su ventana, reposando en su cama llena de peluches como había visto en la televisión. Pero lo que tuvo al frente fue un cuadrado de tierra aplanada delimitada por arbustos en medio de la nada. Ni pistas o autos que pasaran por esa especie de bosque escaso y descuidado. Guillermo evitaba a toda costa las promesas, su padre solía decir que si regaláramos un dólar por cada promesa no cumplida, estaríamos todos en la quiebra. Sin embargo alzó a la desconsolada niña y le dio un beso, prometiéndole que en tres meses tendría su casa lista. Su esposa, aunque seguía de cerca la escena, se limitaba a continuar lactando en silencio al pequeño Pablo que, despreocupado, agarraba con fuerza el borde de la blusa de su madre.
No fueron tres meses sino tres años los que le tomarían a Guillermo levantar la casa. En ese tiempo fueron llegando más familias provenientes de todas las regiones del país y todas con el mismo aspecto de miedo combinado con esperanza. Las manos que tanto hacían falta laboraron voluntariamente para dar forma, sin ninguna experiencia ni entrenamiento, a ese pedazo de valle inexplorado que décadas más tarde se convertiría en uno de los distritos más poblados de la de la ciudad. El estreno de una casa era motivo para celebrar y en estas fiestas de barrio no faltaban las cajas de cerveza y la música provincial que conmovía hasta a los más duros. La niña se divirtió bailando con todos, era muy feliz con su ventana sin vista a la calle y su cama sin peluches. La promesa cumplida de su padre era lo único que le importaba.
A pesar de que organizaron rondas de vigilancia para protegerse de traficantes y esbirros, una noche llegaron cien uniformados dispuestos a destruir todo y desalojarlos. Detrás de la muralla policial se encontraba un tembleque abogado que sostenía unos papeles y argumentaba que toda el área era propiedad privada y los invasores no tenían otra alternativa que retirarse. Ante tanta jerga legal y palabras que sonaban a español pero carecían de significado en sus mentes, los pobladores, entre los que se encontraba Guillermo, respondieron con gritos y mostrando desafiantes palos y piedras que estaban dispuestos a usar con tal de defender su territorio. El ambiente se puso tenso, nadie se atrevía a dar el primer paso, nadie quería negociar hasta que una piedra cayó sobre el casco azul de uno de los policías que acompañaba al abogado tembleque, quien casi se desmaya de la impresión. Luego todo ocurrió en segundos. La poca luz dejaba ver en medio de la densa manta de polvo a hombres luchando por sus propias convicciones. Maderas y huesos quebrándose tras golpes secos hacían presumir que esa noche terminaría en tragedia. De pronto sonó un disparo, cuyo eco ensordecedor cortó el clamor de la multitud enfurecida y los ladridos de los perros agitados e hizo que los autos policiales emprendieran la retirada. Aún aturdida y nerviosa, la gente comenzó a correr en todas las direcciones, el lamento de los heridos era el triste epílogo de esa noche que nadie se esperaba. A la mañana siguiente la prensa calificó de “carnicería” la intervención, lo que provocó que las futuras batallas se realizaran en tribunales y con una duración de largos años. Con el tiempo esas calles fundadas con sudor fueron bautizadas y numeradas formalmente, las vías se cubrieron de asfalto fresco y vieron pasar a los primeros autos.
Pablo destapó la primera botella y bañó de cerveza a su madre y hermana, que celebraron con aplausos la ocurrencia junto al resto de vecinos. El cuarto piso estaba finalmente listo para alojar calurosamente a los trillizos que estaban por nacer. Lejos quedaba el día en que encontraron a su padre ensuciado de polvo y tendido detrás de un arbusto, muy quieto, como si estuviera soñando en un futuro que ya había planeado.
Cuando llegaron al descampado la niña se puso a llorar. Durante las doce horas de viaje en autobús había soñado con su nueva casa en la capital, viendo a los modernos autos pasar frente a su ventana, reposando en su cama llena de peluches como había visto en la televisión. Pero lo que tuvo al frente fue un cuadrado de tierra aplanada delimitada por arbustos en medio de la nada. Ni pistas o autos que pasaran por esa especie de bosque escaso y descuidado. Guillermo evitaba a toda costa las promesas, su padre solía decir que si regaláramos un dólar por cada promesa no cumplida, estaríamos todos en la quiebra. Sin embargo alzó a la desconsolada niña y le dio un beso, prometiéndole que en tres meses tendría su casa lista. Su esposa, aunque seguía de cerca la escena, se limitaba a continuar lactando en silencio al pequeño Pablo que, despreocupado, agarraba con fuerza el borde de la blusa de su madre.
No fueron tres meses sino tres años los que le tomarían a Guillermo levantar la casa. En ese tiempo fueron llegando más familias provenientes de todas las regiones del país y todas con el mismo aspecto de miedo combinado con esperanza. Las manos que tanto hacían falta laboraron voluntariamente para dar forma, sin ninguna experiencia ni entrenamiento, a ese pedazo de valle inexplorado que décadas más tarde se convertiría en uno de los distritos más poblados de la de la ciudad. El estreno de una casa era motivo para celebrar y en estas fiestas de barrio no faltaban las cajas de cerveza y la música provincial que conmovía hasta a los más duros. La niña se divirtió bailando con todos, era muy feliz con su ventana sin vista a la calle y su cama sin peluches. La promesa cumplida de su padre era lo único que le importaba.
A pesar de que organizaron rondas de vigilancia para protegerse de traficantes y esbirros, una noche llegaron cien uniformados dispuestos a destruir todo y desalojarlos. Detrás de la muralla policial se encontraba un tembleque abogado que sostenía unos papeles y argumentaba que toda el área era propiedad privada y los invasores no tenían otra alternativa que retirarse. Ante tanta jerga legal y palabras que sonaban a español pero carecían de significado en sus mentes, los pobladores, entre los que se encontraba Guillermo, respondieron con gritos y mostrando desafiantes palos y piedras que estaban dispuestos a usar con tal de defender su territorio. El ambiente se puso tenso, nadie se atrevía a dar el primer paso, nadie quería negociar hasta que una piedra cayó sobre el casco azul de uno de los policías que acompañaba al abogado tembleque, quien casi se desmaya de la impresión. Luego todo ocurrió en segundos. La poca luz dejaba ver en medio de la densa manta de polvo a hombres luchando por sus propias convicciones. Maderas y huesos quebrándose tras golpes secos hacían presumir que esa noche terminaría en tragedia. De pronto sonó un disparo, cuyo eco ensordecedor cortó el clamor de la multitud enfurecida y los ladridos de los perros agitados e hizo que los autos policiales emprendieran la retirada. Aún aturdida y nerviosa, la gente comenzó a correr en todas las direcciones, el lamento de los heridos era el triste epílogo de esa noche que nadie se esperaba. A la mañana siguiente la prensa calificó de “carnicería” la intervención, lo que provocó que las futuras batallas se realizaran en tribunales y con una duración de largos años. Con el tiempo esas calles fundadas con sudor fueron bautizadas y numeradas formalmente, las vías se cubrieron de asfalto fresco y vieron pasar a los primeros autos.
Pablo destapó la primera botella y bañó de cerveza a su madre y hermana, que celebraron con aplausos la ocurrencia junto al resto de vecinos. El cuarto piso estaba finalmente listo para alojar calurosamente a los trillizos que estaban por nacer. Lejos quedaba el día en que encontraron a su padre ensuciado de polvo y tendido detrás de un arbusto, muy quieto, como si estuviera soñando en un futuro que ya había planeado.
AUDIOCUENTO (Narrado por: Félix Riaño)
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