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Un día menos [cuento corto]

un día menos

La rutina era esa triste enfermedad que contagiaba inevitablemente a quienes entraban a trabajar en la Oficina de Contabilidad de FuelDiscover, la primera empresa petrolera del país. Como buen gigante corporativo, andaba con los bolsillos amplios y llenos de dinero, cosa que atraía a gente dispuesta a echar sólidas raíces en sus poltronas hasta recibir el anhelado cheque de jubilación.


Alfonso entró con esa misma intención, de hecho cuando fue contratado celebró durante dos días consecutivos como si hubiese conseguido una especie de garantía para una larga vida llena de holguras y comodidades. Sabía que la preocupación por las vacaciones de verano y los regalos de Navidad no se repetiría, que los agentes bancarios ya no le negarían una tarjeta de crédito y como el edificio se encontraba en el centro financiero de la ciudad, la probabilidad de conocer a una coqueta secretaria (su inquietante fantasía de toda la vida) se incrementaría favorablemente. Con el pasar de los años se acostumbró a  comer en los mejores buffets y pasear por los centros comerciales durante sus pausas de almuerzo, portando a todos lados su credencial de empleado orgullosamente colgada en el cuello de su camisa, que casi nunca combinaba con su corbata. “Consíguete una mujer para que te ayude” le había dicho su jefe cagándose de risa cuando una vez entró en una reunión vistiendo una combinación de colores impresentables, broma que se tomó tan en serio que durante meses se limitó a usar un terno y corbata negra con camisa blanca, razón por la que fue bautizado por sus colegas como “El guardaespaldas”. Algo que le importó poco ya que había conseguido flirtear exitosamente con un par de secretarias de otras áreas del edificio, iniciativa en la que había fracasado antes de su cambio de vestimenta.

Nadie está satisfecho con lo que tiene y si es que de repente logramos cubrir una necesidad seguramente encontraremos otra en la que ocuparnos. Alfonso complacía del modo más honesto sus varios antojos, incluyendo áreas privadas en exclusivas discotecas, licores costosos y centros de masajes de dudosa reputación. Algo sin embargo lo tenía incómodo, se sentía ausente, hueco, algo difícil de explicar con simples palabras. Sus amigos le decían que no debía asustarse y que buscara el modo de relajarse. Consciente que más relajo que ir de fiesta cuatro veces a la semana no era posible, decidió probar otra salida. Nunca se había fumado un porro y pensó que eso podría ayudarlo a despejar un poco su mente. En el cumpleaños de su mejor amigo Ricardo, que era un confeso amante de la hierba, decidió estrenarse. Pasada la medianoche las pocas personas que quedaron en la casa se acomodaron en la sala, Ricardo bajó el volumen de la radio y comenzó a armar cuidadosamente el cigarrillo artesanal. Cuando le tocó el turno de fumar, Alfonso tomó el cilindro de papel pero lo pasó al tipo que estaba a su lado y se acomodó mejor en el sofá para escuchar al resto, mientras el humo hacía silenciosamente su trabajo en la sala. Los minutos pasaron largos, imposible saber cuántos pero repentinamente el tipo que estaba al lado se dirigió a él y mirándole a los ojos le dijo: “¿Algo te pasa, no?”. Tratando de evitar una conversación, Alfonso respondi
ó: “A todos nos pasa algo”. Sin quitarle la mirada de encima, el sujeto insistió: “Tranquilo amigo, no tienes por qué alterarte, sólo disfruta el momento”. Alfonso pensó que el fulano después de dos fumadas se había vuelto un desubicado hippie, decidió incorporarse para tomar sus cosas y volver a casa. Al despedirse, el mismo tipo le hizo un gesto como quien quiere decir un secreto: “¿Cómo cambiarían nuestras vidas si en lugar de sumar los días que pasamos en este mundo restáramos aquellos que nos quedan?”.

A la mañana siguiente Alfonso lleg
ó a la oficina con la misma sensación en el pecho que los otros días.
Encendió la computadora y miró a su alrededor: las mismas paredes, el mismo olor, los mismos colegas, las mismas voces, las mismas bromas. Sintió que ese lugar lo estaba viendo morir conforme pasaban los días y recordó la última frase que había escuchado la noche anterior. Un calor le empezó a subir desde los pies, se aflojó la corbata inútilmente, se quitó el saco y se puso de pie. Sin decir nada a nadie, salió de la oficina. Bajar quince pisos en escalera nunca le pareció tan ligero como ahora. A su paso fue despojándose de su corbata, de la correa de su pantalón y hasta las secretarias coquetas lo vieron por la ventana atravesando la calle mientras se quitaba la camisa. Alfonso corrió por toda la avenida hasta llegar al malecón. Miró el mar y sonrió, lanzando al aire sus pantalones, lo último que le faltaba. La gente que vio la escena esa tarde pensó que un pobre oficinista se había vuelto loco. Lo que vieron en cambio fue a un hombre libre.

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