3.4.14

MILF [cuento corto]

milf

Odiaba mi trabajo, mejor dicho, odiaba a mi jefe. Ya tener que llamarlo así me fastidiaba, me daba un ligero asco como cuando se dice una de esas palabras que están destinadas a la discreción, a la voz baja, permitidas en contextos especiales o a personas raras como los médicos. Porque hay que ser raro para decir y escuchar algo como “diarrea” sin siquiera incomodarse y aún peor interesarte en el asunto.


Hubo un tiempo en que nos llevábamos bien, incluso hizo que me subieran el sueldo luego de seis meses de haber entrado a la empresa. No sé exactamente el momento pero su comportamiento hacia mí se volvió repentinamente hostil. Tenía una observación para todo, desde mi horario de llegada (admito mi pésima costumbre de llegar siempre tarde) hasta las comas en mis artículos. Cuando me dijo por enésima vez que la falta de comas en mis textos podía confundir al lector debí responderle con un elegante “Mejor cómete ésta” pero me contuve por respeto a sus años. Inútil aclarar a uno que anda por los cincuentas que en una publicación web todo debe ser más fluido, sin ahondar tanto, que la gente ahora quiere información rápida y completa, sobre todo en noticias deportivas. Nadie iba a dejar de saber que el goleador del campeonato se había lesionado por dos comas menos en el artículo. Probablemente el viejo tenía razón pero como siguió jodiendo, yo por supuesto seguí odiándolo.

A un iluminado de Recursos Humanos cierto día se le ocurrió mejorar las buenas relaciones en la compañía promoviendo la organización de parrilladas semestrales por cada área. Ninguno se atrevió a explicar que en Redacción Deportiva éramos siete hombres y una mujer, que si había algo que resolver entre nosotros lo hacíamos esa misma noche con un par de cervezas sobre la mesa de un bar cercano. No existían dramas ni chismes, éramos más bien un equipo de gente tranquila que llevaba años trabajando, un equipo que funcionaba bien, sin nadie buscando notoriedad. Lo que no teníamos de guapos lo ganábamos en esfuerzo, había dicho sabiamente un colega, de hecho entre tanto panzón lo único que nos daba algo de estética era nuestra talentosa colega Francesca, lo que la convertía en una suerte de Blanca Nieves con sus siete enanos. El jefe era el enano Gruñón, claro. De todos modos la orden llegó directamente de la gerencia y Gruñón no tuvo otra que organizar una parrillada en su casa. Con el cariño acostumbrado, me pidió adelantar un par de informes que debía preparar para el especial sobre el Mundial de Fútbol dado que el fin de semana estaríamos ocupados con la reunión de confraternidad. Si al inicio había considerado no asistir como señal de protesta, pronto recuperé la calma y una maléfica lucidez me hizo pensar que quizás podría sabotear algún preciado espacio de esa casa, total un baño atorado le ocurre a cualquiera.

El sábado llegué tarde y tras sufrir las fundadas bromas de mis colegas por mi habitual impuntualidad, pregunté dónde estaba el baño, dispuesto a no perder tiempo en ejecutar mi oscuro plan. Una bolsita con tierra descansaba insospechada en el bolsillo izquierdo de mi pantalón, esperando pacientemente su momento. Cuando atravesaba la sala hasta el baño me topé con una guapísima rubia de unos cuarenta años que llevaba de la mano a un niño de unos ocho. Me sonrió amablemente, presentándose como Mariana, nada menos que la esposa de mi jefe. Todas las palabras y cumplidos que quería decirle al mismo tiempo se atascaron en mi boca que trataba infructuosamente de dibujar una sonrisa, de modo que fueron saliendo de a pocos como escuálidos proyectiles y sin coherencia alguna. Ella pretendió no incomodarse con la situación y me pidió que le presentara al resto del equipo. Como me ocurre cuando estoy nervioso, saqué mi llavero del bolsillo derecho y comencé a lanzarlo de una mano a la otra. De pronto se apareció mi jefe que había estado en la cocina, me dio una fuerte palmada en el hombro y sorprendentemente le dijo a su esposa que yo era un “buen muchacho”. Nos invitaron a la mesa y al pasar ella por mi lado pude sentir su perfume, desatando una furia hormonal en mi interior. Sinceramente no sé cómo hubiera terminado esa noche, a lo mejor amistándome con mi jefe, contando mis bromas de siempre sólo para ver reír a su fascinante mujer, coqueteando un poco con Blanca Nieves, emborrachándome con los colegas o todas las anteriores. No lo sabré nunca porque al caminar hacia el jardín luego de comer, fui dejando involuntariamente a mis espaldas un camino de tierra que salía de la bolsita de mi bolsillo izquierdo que se había ahuecado con mis llaves repuestas en el lugar equivocado. Todos se dieron cuenta y yo, con las palabras taponeadas nuevamente en mi casi-sonrisa, no encontré una buena broma para librarme.

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