“Lo Ćŗnico que nos queda por alardear es el amor. No existe otra fuerza que lo supere"

Los autos transitaban en caótica armonĆ­a por la calle Los Eucaliptos y Claudio aĆŗn no se sentĆ­a listo para ver a Patricia bajar de uno de ellos. HabĆ­an pasado diez aƱos desde que se mudó a Miami y trece desde que la vio por Ćŗltima vez. Mientras esperaba su llegada, se preguntaba si ella lo reconocerĆ­a de inmediato o le tomarĆ­a unos segundos hacerlo. En el peor de los casos se justificarĆ­a diciendo “Es que ahora te ves mejor”. La conocĆ­a tan bien.

Se quedarĆ­a solo por diez dĆ­as, como si conmemorase en cada uno los aƱos de su exilio voluntario. EstarĆ­a prĆ”cticamente solo en una ciudad dos veces mĆ”s grande que Miami. Sus padres se fueron a vivir a Lisboa no mucho despuĆ©s que Ć©l partiera para Estados Unidos porque decidieron venderlo todo y mudarse cerca de sus hermanos, circunstancia que sacó del circuito de viajes a la ciudad que lo vio crecer. A pesar de ello, nunca habĆ­a dejado de extraƱar su estupenda vista al mar, la vida nocturna en cualquier Ć©poca del aƱo y el inextinguible cielo gris que asociaba a muchos momentos significativos –algunos grises- de su vida. El volver era una tarea pendiente pero postergada tantas veces que ninguno de sus amigos le creyó cuando les dijo que habĆ­a comprado los pasajes para llegar en febrero. 
 
Ver a Patricia era tambiĆ©n un tema pendiente. El fin de su relación habĆ­a sido tan imprevisto como el comienzo, “cosas de veinteaƱeros”, dirĆ­a su abuela con una sonrisa, asĆ­ lo hacĆ­a cuando escuchaba los dramas de las jóvenes parejas, con la sabidurĆ­a y serenidad que solo se consiguen viviendo. Equivocaciones se cometen a toda edad y, con el tiempo, Claudio se darĆ­a cuenta que su relación con Patricia fue el nefasto triunfo del impulso y el orgullo. Nunca se despidió de ella, simplemente un dĆ­a tuvieron la enĆ©sima discusión banal y no se volvieron a ver. Ahora, a sus treinta y seis aƱos, con algunas experiencias amorosas encima y otras pocas aventuras efĆ­meras, querĆ­a cerrar su libro con la chica que amó perdidamente cuando era un despreocupado estudiante universitario, pedirle perdón, en fin, despedirse como deberĆ­an hacerlo dos personas que compartieron, mĆ”s que caricias y besos, una ilusión.

Pasaron los dĆ­as tan rĆ”pidos como raros. Lima habĆ­a cambiado bastante, las casas se habĆ­an convertido en edificios y parecĆ­a haber un hotel en cada esquina. San Isidro seguĆ­a siendo su distrito favorito y aunque se veĆ­a muy distinto a como lo habĆ­a dejado, recorrer sus calles fue un antojo que repetirĆ­a en mĆ”s de una ocasión. Fue San Isidro el lugar donde saludó al amigo que le darĆ­a el nĆŗmero de Patricia y el bar del Country Club el lugar elegido para encontrarla. Al inicio, a pesar de su sorpresa, no aceptó la propuesta, fue Ćŗnicamente cuando le dijo que serĆ­a el Ćŗltimo sĆ”bado antes de volar nuevamente a Miami que ella accedió a la cita. Sin entrar en tantos detalles -imposible resumir trece aƱos de vida en una llamada telefónica- quedaron en reunirse el sĆ”bado por la tarde. 

El bar del Country Club era para Claudio un lugar especial, sin distracciones, en San Isidro y donde servĆ­an uno de los mejores Pisco Sour del paĆ­s. Llegó una hora antes de las cuatro -la hora pactada- para ordenar un trago y ver si asĆ­ conseguĆ­a relajar un poco la tensión que no le habĆ­a dejado dormir la noche anterior. Avanzaba la hora y al acercarse el momento, sus manos comenzaron a sudar, secĆ”ndolas constante e inĆŗtilmente sobre sus piernas. Aturdido de ver a tantos autos circulando por la calle, echó un vistazo a su reloj, notando que los latidos de su corazón iban al triple del ritmo que las manecillas de los segundos. Al alzar la mirada, ella estaba ahĆ­, a veinte metros, con un vestido turquesa y los cabellos pardos reposando ondulantes sobre sus hombros desnudos. Claudio se incorporó y se acercó a saludarla, quedĆ”ndose ambos a centĆ­metros de distancia. Se observaron por un instante y ella finalmente lo abrazó. “Me alegra ver que no has sacado panza”, le dijo divertida. SeguĆ­a siendo la chica de las bromas rĆ”pidas.

Sin saber por dónde comenzar, Claudio propuso un brindis por el reencuentro. Aunque no quitó sus ojos de los de ella, advirtió el reluciente anillo cuando chocaron sus copas, Ć©l la de su segundo Pisco Sour, ella la de un mix de frutas tropicales. Era una noticia que de algĆŗn modo estaba preparado para escuchar, tal vez no tan pronto. Con casi veinte meses de matrimonio y una rentable carrera como abogado, ella tenĆ­a por cierto cosas mĆ”s interesantes por contar que Ć©l y sus constantes fracasos amorosos. “Creo que lleguĆ© un poco tarde” – soltó a modo de broma. Ella lo miró con ternura, incluso con ligera compasión. En su recuerdo todavĆ­a estaba vivo aquel cariƱoso chico universitario de camisas holgadas, jeans rotos, distraĆ­do y testarudo. SabĆ­a que el haber elegido un tres de febrero como fecha para verse habĆ­a sido una simple coincidencia, porque fue un dĆ­a como este que se besaron por primera vez, frente a la Catedral de Lima. Estaba tambiĆ©n segura que Ć©l no lo recordaba, no valĆ­a la pena hacerlo tampoco.

Pasada la primera hora sabía que el tiempo se le agotaba. "Pati", le dijo seriamente, acomodando su asiento mÔs cerca al de ella para afinar su discurso pero fue interrumpido de inmediato. Con un gesto, Patricia le dio a entender que no había venido para escuchar explicaciones. Los años habían sanado cualquier herida y las disculpas estaban de mÔs, las palabras no cambiarían nada. En el fondo, ella estaba agradecida por los errores pasados de Claudio, sin los cuales no habría tomado las decisiones que la llevaron a donde estÔ. Le observó en silencio, leyendo en su mirada todo lo que alguna vez quiso escuchar de él. Le pidió un abrazo. Al sentir su respiración cerca a su cuello, tuvo la intuición de que no volvería a verlo. Trató de ignorar esas emociones pero fue en vano. Secó una lÔgrima que empezaba a bajar por su mejilla y sonrió satisfecha. A pesar del tiempo, sin pensarlo, había logrado que un hombre quisiera limpiar sus equivocaciones. Era probablemente su novel instinto maternal que con los días iba en aumento y que descubriría dos semanas después de aquella despedida.

Al día siguiente, Claudio miró a través de la ventana del avión cómo Lima se iba haciendo mÔs pequeña conforme ganaba altura. Con los ojos humedecidos, fue despidiendo en voz baja a todos sus amigos, al Country Club, a Patricia. No sabía si pasarían otros trece años antes de pisar nuevamente esa ciudad. Se daba cuenta de que sus tiempos eran lentos, desde cumplir promesas, visitar a los colegas, arrepentirse, pedir perdón. Entonces con Patricia quizÔ el problema no fue el haber llegado tarde a su vida, sino el haberlo hecho muy temprano.