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Un castillo sobre las nubes

un castillo sobre las nubes

Cuando abrió los ojos, descubrió que estaba en una isla minúscula, donde solo podían caber dos personas. Y ahí estaba ella. Si hubiese querido pensar mal, habría asegurado que esa chica de cabellos rubios y desordenados que le miraba con ternura no tenía otra opción, pero prefirió convencerse de que su brillante sonrisa significaba el sincero aprecio de su compañía en medio de la nada. Echó un vistazo hacia donde le pareció ver un barco a lo lejos y tras varios esfuerzos por aguzar la mirada, finalmente la embarcación comenzó a notarse cada vez mejor, clara señal de que habían sido avistados. Giró la cabeza para dar la buena noticia a su bella compañera de naufragio, pero ésta había desaparecido.

A diferencia de los millones de sueños que había tenido hasta ese entonces y que terminaron esfumándose rápidamente en su memoria, podía recordar perfectamente cada detalle de esa isla, como la arena tibia, el sonido del mar acariciando la orilla, la brisa fresca sobre su rostro  y sobretodo la imborrable sonrisa de la rubia. No le habría dado tanta importancia al asunto de no ser porque esa noche la volvería a ver -o a soñar-, siempre radiante, con esa melena dorada que se dejaba dominar por el viento. Por segunda vez, ella se limitó a sonreírle y al mínimo descuido, bella como silenciosa que era, sin decir nada, ya se había ido.

Con el pasar del tiempo el evento se repetiría con mayor frecuencia y él, lejos de preocuparse, se sentía emocionado, como si esperase que llegara la noche para volver a verla. Aunque ella no pronunciaba jamás palabra alguna, él había logrado comprenderla observando atentamente sus gestos suaves, la forma en cómo se movía por el entorno en el que les había tocado hallarse, todo un mundo que cambiaba repentinamente en cada ocasión. Hasta que descubrió que podía adaptarlo a su gusto si antes de entregarse a sus sueños leía un libro o revista con un tema en particular. Entonces compró decenas de enciclopedias geográficas, libros de historia universal y viajes al espacio, sus temas favoritos, para compartirlos con ella. Así pudo encontrarla cruzando en canoa el río Amazonas, saltando atrevidamente entre los satélites de Júpiter y barriendo la entrada de un castillo medieval construido sobre unas nubes. La idea del castillo había sido genial, le fascinaba dar junto a ella largos paseos sobre el patio central, asomar por una de las ventanas y apreciar juntos el infinito cielo azzurro (había decidido que el castillo era italiano), como si se tratase de un enorme jardín diseñado solo para ellos dos y decorado con cómodos banquitos de nubes blancas. Era libre. No existían prejuicios, fronteras ni límites, bastaba imaginar y desear lo imaginado para hacerlo realidad en ese universo maravilloso que duraba a veces menos de ocho horas. Eran libres.

Un día –o noche-, mientras caminaban sobre una arena blanca, tomados de la mano viendo un atardecer rojizo, como esos de verano, se sintió mareado y frágil, sensaciones ya conocidas que significaban un inminente despertar, el fin del sueño. Cayó tendido sobre la arena y al querer acariciar los cabellos de su amada, se dio cuenta de que no sentía esa suavidad a la que estaba acostumbrado, se estaba quedando sin sentido. Antes de perderse por completo, ella, que hasta el momento no había pronunciado palabra alguna, se acercó como queriendo besarle y con una voz que nunca olvidaría, le suplicó: “Quédate conmigo para siempre”. Apenas terminó de pronunciar esa frase, él despertó. Fueron inútiles sus intentos por volver a dormir, quería tanto decirle que sí, que estaba dispuesto a pasar su vida junto a ella, aún si esto significaba tener que dormir por el resto de su existencia. Desesperado, se lanzó de la cama, se vistió como pudo y salió a buscar una farmacia. Compró pastillas para dormir, las suficientes como para vencer a un gigante y al volver a casa se puso su mejor pijama, tomó una botella de agua y sin pensarlo dos veces ingirió cuatro de las pastillas apenas compradas, desvaneciendo en minutos.

Ahí estaba ella, con un vestido blanco que delineaba sus delicadas curvas, caminando a pies descalzos sobre una alfombra verde de césped húmedo, acercándose despacio hacia él, que la esperaba recostado bajo un viejo árbol. Intercambiaron una sonrisa, cerraron sus ojos y dejaron que sus labios se encontrasen en esa mágica oscuridad. Él no quería abrir los ojos, tenía temor de despertar y encontrarse confundido en medio de la frívola realidad en la que ya no se sentía a gusto. Ella le rodeó con sus brazos y le besó aún más fuerte, como si hubiese escuchado sus pensamientos. De pronto la tierra comenzó a moverse y se formaron grietas por todos lados, el árbol se desprendió y comenzó a desplomarse sobre ellos. Cuando él quiso protegerla, ella ya no estaba. Sintió todo el peso del tronco centenario al caer sobre sus hombros, que le derribó sin dificultad. No podía respirar, el temblor del suelo bajo su cuerpo trituraba aún más sus huesos rotos y el árbol presionaba su cuerpo malherido. A pesar del inmenso dolor, sentía que no era nada comparado con la sensación de saber que ella no estaba a su lado. Perdió el conocimiento por unos instantes y al recuperarlo se vio en la cama de un hospital. A pocos metros de él, su madre lloraba.

La decisión fue difícil pero no tuvo alternativa. Se mudó a casa de sus padres, donde había pasado quizá sus mejores años. Observó la habitación donde creció y donde el tiempo había parecido detenerse. La misma cama estrecha, los desgastados posters rockeros, el escritorio de madera ahora vacío. Había prometido a su madre recuperar el tiempo perdido, no volver a cometer estupideces y apreciar el mundo tal y como era. Probablemente esas locas fantasías de castillos medievales y la rubia silenciosa eran solo un desahogo necesario pero temporal. Luego de cenar, besó a su madre en la frente y se encerró en su dormitorio, como en los viejos buenos tiempos de la universidad. Apoyó su cabeza sobre la almohada y cerró los ojos. La mañana siguiente sería otro día, uno nuevo para poder reconstruir todo lo que había abandonado. Pero en el fondo sabía que esa noche, como todas sus noches, la pasaría con la mujer de sus sueños.


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Comentarios

  1. No sé si es una bella historia de amor o la justificación de los actos de un suicida. Sea como sea, es un gran relato.
    Saludos.

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    1. Es cierto que nació como una historia de amor pero en el camino surgió la idea de distorsionar el estado mental del personaje. Excelente observación, Raúl Omar, gracias por pasar a leer.

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  2. Me da que un día se va a pasar con las pastillas y se va a quedar con ella para siempre... Un besote!!!

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    1. Me ha gustado ese final trágico romántico, tú siempre con buenas ideas. Besos!!

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  3. La mente sin duda alguna puede llevarnos a diferentes realidades y hacernos dudar en cual de ellas deseamos quedarnos. Excelente relato, atrajo por completo toda mi atencion.

    Un abrazo.

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    1. A pesar de que somos una minuscula parte de este universo, cada uno de nosotros es un mundo aparte que nunca acabamos de descubrir.
      Gracias por tu comentario, vuelve siempre, besos!

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