No era la mejor manera de terminar el sábado. Al salir de la discoteca, Cecilia y yo discutíamos por un tema ridículo en el que yo –ridículamente- no quería aceptar que ella tenía razón. El asunto tomó dimensiones desproporcionadas, en un arranque de cólera detuve mi auto mientras atravesábamos el centro de la ciudad y le entregué las llaves, diciéndole que yo tomaría un taxi a mi casa. Ella, sin esforzarse en hacerme cambiar de opinión, se pasó al asiento del piloto y puso en marcha la máquina. Habría tenido que ver por el espejo retrovisor tan sólo diez segundos después de haber partido para al menos burlarse de mi cara que fue transformándose, a punta de muecas involuntarias, al darme cuenta que los bolsillos de mi pantalón estaban completamente vacíos.
Ni billetera, ni llaves del departamento, ni celular. Llegué a pensar que Cecilia sólo quería darme una lección y que aparecería de un momento a otro por lo que mis esperanzas nacían y morían con cada auto que veía. La temperatura bajaba conforme avanzaba la noche, los pocos taxis que pasaban no se detenían, calculé que volver caminando a casa me iba a tomar dos horas y ni siquiera podría entrar para hacer descansar mi aturdido cuerpo. Resignado a buscar un refugio donde esperar el amanecer, caminé por ese barrio lleno de galerías comerciales, que se notaban apagadas y vacías, una facha completamente distinta a aquella de las mañanas cuando los negocios están abiertos y la masa de gente se mueve arrítmicamente.
La tensa calma fue interrumpida por una voz ronca, profunda: “¿Amigo, tienes un cigarrito?”. Recostado sobre una banca de madera, el corpulento hombre me miraba con ojos calmos. Por cómo estaba doblado presumí que era alto, con los trapos que llevaba encima se le veía aún más gordo y su barba gris oscura le daba un aire señorial, como si portara consigo un viejo accesorio de plata. Era, en resumen, una suerte de Papá Noel caído en desgracia. Lejos de asustarme por la repentina aparición del sujeto, me disculpé jalándome los bolsillos del pantalón para mostrarle que ciertamente no llevaba nada y el tipo soltó una fuerte carcajada cuyo eco quebró el silencio. Me alcanzó una botella de plástico con olor a gasolina, como quien comparte un trago con un viejo amigo. No sé qué fue lo que me hizo permanecer allí ni por qué acepté beber de esa botella, lo cierto es que al primer sorbo la garganta me ardió terriblemente, mi expresión de dolor lo divirtió todavía más y rió con tanta fuerza que terminó tosiendo.
“¿Trabajas por aquí?” –me interrogó, siempre echado en la banca y apoyando la cabeza sobre su mano derecha. Me sentí en confianza como para contarle el incidente con Cecilia. Se quedó mirándome muy quieto y por unos segundos largos e incómodos no cruzamos palabra. Antes que yo pudiera decir algo estalló en una risa más fuerte que las veces anteriores y tosiendo al punto que creí que moriría asfixiado. Calmó su euforia tomando un trago de su botella de plástico con olor a gasolina, asumió un rostro serio y se incorporó. Alto y gordo como era, caminó por el pasillo de la galería desolada, mirando cada ángulo, como controlando que todo estuviera en orden. “Ésta es mi casa, ponte cómodo” –dijo finalmente. Sabiendo que debía pasar la noche en la calle, decidí quedarme para hacernos compañía. Le di las gracias por la bienvenida y me senté en el piso, cerca de su banquita. Él se volvió a recostar, mirando tranquilo al cielo oscuro, usando sus grandes manos como almohada.
“Me recuerdas a mí mismo cuando tenía tu edad” –pareció reflexionar. “¿Un gran imbécil?” –pensé en voz alta y él al escucharme respondió que sí. No supe al momento si reír u ofenderme. “Cuando todo lo que tienes está en tus bolsillos, date cuenta que estás jodido”. Sabiendo que podía ganarme la expulsión de su casa respondí con descaro “Pero es mejor eso a no tener nada”. Sin disturbarse, mirando siempre al cielo, me contestó de inmediato “Yo tengo todo lo que ves aquí: la calle, el frío, la luna ¿pero sabes qué es lo mejor que tengo? me tengo a mí mismo”.
Aquella larga noche, en la que apenas dormí, quedaría impregnada en mi memoria, tanto que cinco años después, caminando con Cecilia por esa calle, miré la banca vacía, me detuve y recordé con respeto uno de los argumentos del viejo: “Así le regales mañana a tu novia el más caro ramo de flores, el triste recurso de los hombres arrepentidos, yo siempre tendré al cielo como mi enorme jardín de estrellas, contra el que jamás podrás competir”.
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