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Raquel [cuento corto]

raquel

A las once de la noche la discoteca Alquimia estaba llena, el calor era insoportable y la gente apenas podía moverse. Alfredo y sus amigos celebraban el fin del primer ciclo en la universidad y querían cerrar con broche de oro la velada, por lo que llevaban más de una hora buscando un poco de interacción con el sexo opuesto. Pero un grupo de cuatro imberbes alcoholizados y con cara de arrechura eran razones suficientes para espantar a cualquier fémina que se respete.

Conforme pasaban los minutos los chicos se impacientaban, la segunda botella de tequila estaba por terminarse y el plan inicial de invitar a un grupo de chicas a su mesa se iba desvaneciendo. Se separaron para ver si tenían mejor suerte por cuenta propia, Alfredo se fue a la barra algo disgustado al sentir que había gastado su dinero inútilmente. Ni siquiera había sido su idea el ir a la playa por todo el fin de semana.  Aunque las vacaciones recién habían comenzado, las hormonas hacían que su cabeza se calentara pidiendo algo de acción. De pronto se percató que a pocos metros de él una mujer espectacularmente atractiva estaba haciéndose espacio entre la multitud para pedir algo en la barra. Sin pensarlo dos veces, se le acercó y abriéndose paso a codazos llamó al barman como si lo conociera de toda la vida. Pagó por dos tragos y ella apreció el gesto con una sonrisa pícara. Luego de brindar por cualquier motivo, él la tomó de la mano y la llevó a la pista de baile. La escena era de no creer, bailaban, se miraban, ella se movía, él la tomaba por la cintura, se acercaban peligrosamente, casi besándose. Los demás amigos se percataron y él sintió de inmediato las miradas, la envidia. Entonces se atrevió a besarle el cuello y respiró su perfume. Ella tiró hacia atrás la cabeza, entregada. Se besaron, se tocaron, se movieron al ritmo de la música que estaba al máximo volumen. Le susurró su nombre, se llamaba Raquel.  En un arranque de locura, él le pidió que lo acompañe a la habitación de hotel que compartía con sus amigos y ella, para su sorpresa, aceptó. Los chicos sabrán guardar la discreción, pensó. Salieron todos juntos y tomaron un taxi de los tantos que se ofrecieron. 

La discoteca y el hotel estaban separados por un tramo de diez minutos de carretera interprovincial. Zona descampada y oscura, ideal para besuqueos y manoseos en el auto previos a la consumación de la gran noche. Luis estaba de copiloto mientras que Claudio y Santiago iban incómodamente pegados atrás para dejar desenvolverse a la nueva pareja. No pasaron ni cinco minutos para que en medio de la noche se escuchara un grito visceral, horrible, que hizo que el chofer frenara improvisamente. Todos volte-aron de inmediato hacia Alfredo, pálido como un fantasma y con la cara desfigurada. Había sentido entre los toqueteos una protuberancia inesperada, un bulto que jamás debió haber estado ahí. “¡Maricón de mierda!” -Consiguió pronunciar finalmente y ella sacó un tenedor de no se sabe dónde, amenazante. Lo único que atinaron fue a expulsar a empujones del taxi al que hace poco era Raquel, recibiendo a cambio insultos y escupitajos. Todos quedaron en silencio por un rato y luego estallaron en carcajadas, incluido el taxista. Doce años más tarde, la esposa de Alfredo sigue preguntándose por qué sus amigos lo llaman Raquel, claro que sin obtener respuesta.

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