Hoy es cumpleaños de mi mamá y lo celebraremos
en nuestra casa. La misma donde crecí, la de toda la vida, esa que dejé cuando
cumplí veintitrés años y a la que volví siempre que me sentí solo o la vez que
caí en bancarrota y no pude pagar el alquiler de mi departamento. Sé que cada
vez que vuelva a esta casa tendré mi cuarto tal y como lo dejé hace diez años,
con las paredes blancas y cubiertas de posters de Nirvana, del Real
Madrid, recortes de revistas y stickers
en varios idiomas. Con la lámpara de mi mesa de noche con forma de perrito, mi
escritorio donde convivieron durante años libros universitarios, cajetillas de
cigarros vacías, CDs de rock y mucha ropa sucia. Con mi viejo balcón de hierro,
baranda de madera y vista hacia el parque, donde fumé mi primer porro junto a
la loca de Pamela. Cómo olvidar a Pamela, mi vecina que descontrolada por sus
hormonas adolescentes se volvió poco menos que una ninfómana a finales de los
noventas. Esas cuatro paredes de mi cuarto fueron mi reino por mucho tiempo, conservan
mudos tantos secretos y aventuras que me han marcado para toda la vida. Tanto
así me influenció esa habitación que cuando compré mi departamento busqué uno
que tuviera un balcón parecido pero con vista al mar. Sin importar que tenga
días en los que podría morir de tanto estornudar debido a la alergia causada
por la humedad, estoy seguro de que sería una de las mejores muertes que uno
pudiera encontrar: mirando el infinito del océano, guardándole respeto y
fundiendo mi suspiro agitado en su fresca brisa.
Miro
desde mi balcón de juventud cómo ha cambiado el panorama. Algunas antiguas
casas grandes se han convertido en edificios con departamentos que tapan la luz
del sol que entraba por mi ventana y me despertaba durante el verano. Otras se
ven descuidadas, con la pintura desprendiéndose de los muros. Me pregunto si
los papás de la loca Pamela aún viven en la casa de al lado, supe que ella se
enamoró perdidamente de un argentino y se fue a vivir a Buenos Aires con él.
Quizás ya sea mamá y uno de los chicos que veo ahora jugar en el árbol donde
antes trepaba para espiar a las vecinas sea uno de sus hijos. En medio de
mis reflexiones escucho que llegan mis tíos, que mi papá ya destapó unas
botellas de vino, que Guillermo -mi hermano mayor- ha puesto sus discos de Bossa nova, que por cierto me parecen
una mariconada, y hay ruido infantil por toda la casa. Saben muy bien esos
duendes que mi habitación es campo minado y no pueden entrar.
Hoy y
como en todas las reuniones familiares vuelvo a ser el menor de los hermanos,
el pequeño. Aún si tuviese cincuenta años, nada cambiaría. Salgo de mi cuarto
con los regalos que le he comprado a mi vieja: una cámara fotográfica y un ramo
de rosas naranjas, su color predilecto. Gracias a mi papá pude entrar a la casa
sin que ella se diera cuenta. La veo tan linda, creo que mientras ella
rejuvenece yo envejezco. Me da tres besos y estrena su cámara tomándose una
foto conmigo, apuesto a que he salido con los ojos cerrados, para variar.
Saludo a todos y luego de unos golpes y patadas de Guillermo me acerco a la
sala donde sobre el sillón más grande está sentadita mi abuela, que siempre me
pregunta por una novia que tuve cuando tenía quince años. "Luciana" dice la abuela cada
vez que le presento a una chica, así sea colega de trabajo o amiga. A pesar de
mis esfuerzos ya me resigné a que me cause este tipo de problema. No abuela,
Luciana no ha podido venir hoy y tampoco podrá mañana.
Transcurre
la tarde y mi papá con Guillermo han sacado sus guitarras y comenzado a hacer
su actuación de siempre: El dúo dinámico.
Reconozco que hace mucho tiempo intenté convertirlo en trío dinámico pero mis
limitaciones musicales me sacaron de carrera. Son muy buenos guitarristas y
cantantes, disfrutan de la ovación de la familia luego de cada interpretación,
se la merecen. Mientras ejecutan Balada
para Adelina, la canción preferida de mi madre, recibo un mensaje de
Armando diciendo que está en El Tabernero
-un pub español-, con otros amigos del trabajo, que se les ha ocurrido ir
a comer tapas y que me una a ellos. Estoy cómodo en casa, es un sábado
tranquilo y familiar pero hace mucho que no salgo con los muchachos de la
oficina. Me despido de todos, nos veremos pronto, los quiero mucho. Te amo
mamá, prometo llamarte más seguido. Guillermo de mierda deja de golpearme. Sí,
abuela, saludaré a Luciana de tu parte.
Entro
al pub que hoy está ambientado con rock de los ochentas, no precisamente mi
época preferida. Ahora vamos por los colegas y las tapas, veo que Alberto alza
el brazo para señalarme la mesa donde está con Pablo y Miguel, dice que dentro
de poco llega también Christian, si es que su mujer le da permiso. Están
comiendo unas croquetas de jamón, mis favoritas. Pido al mesero que traiga una
ronda más de croquetas de jamón, otra de pollo, salsa de ají y una jarra de
sangría. Hoy es un buen sábado muchachos, yo invito la ronda. A dos mesas de
nosotros hay un grupo de amigos que celebran una especie de despedida porque
todos llevan un gorrito azul que dice “Pucho”.
Al mesero que nos atiende le han pedido que tome fotos y ya tiene como veinte
cámaras en la mano. Creo que nuestras tapas y sangría tardarán un poco en
llegar.
[Siguiente capítulo: VII. Buena suerte y hasta luego]
Comentarios
Publicar un comentario