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Diario de un perdedor: VI. Desde mi balcón


[Capítulos anteriores: IIIIIIIV, V]

Hoy es cumpleaños de mi mamá y lo celebraremos en nuestra casa. La misma donde crecí, la de toda la vida, esa que dejé cuando cumplí veintitrés años y a la que volví siempre que me sentí solo o la vez que caí en bancarrota y no pude pagar el alquiler de mi departamento. Sé que cada vez que vuelva a esta casa tendré mi cuarto tal y como lo dejé hace diez años, con las paredes blancas  y cubiertas de posters de Nirvana, del Real Madrid, recortes de revistas y stickers en varios idiomas. Con la lámpara de mi mesa de noche con forma de perrito, mi escritorio donde convivieron durante años libros universitarios, cajetillas de cigarros vacías, CDs de rock y mucha ropa sucia. Con mi viejo balcón de hierro, baranda de madera y vista hacia el parque, donde fumé mi primer porro junto a la loca de Pamela. Cómo olvidar a Pamela, mi vecina que descontrolada por sus hormonas adolescentes se volvió poco menos que una ninfómana a finales de los noventas. Esas cuatro paredes de mi cuarto fueron mi reino por mucho tiempo, conservan mudos tantos secretos y aventuras que me han marcado para toda la vida. Tanto así me influenció esa habitación que cuando compré mi departamento busqué uno que tuviera un balcón parecido pero con vista al mar. Sin importar que tenga días en los que podría morir de tanto estornudar debido a la alergia causada por la humedad, estoy seguro de que sería una de las mejores muertes que uno pudiera encontrar: mirando el infinito del océano, guardándole respeto y fundiendo mi suspiro agitado en su fresca brisa.

Miro desde mi balcón de juventud cómo ha cambiado el panorama. Algunas antiguas casas grandes se han convertido en edificios con departamentos que tapan la luz del sol que entraba por mi ventana y me despertaba durante el verano. Otras se ven descuidadas, con la pintura desprendiéndose de los muros. Me pregunto si los papás de la loca Pamela aún viven en la casa de al lado, supe que ella se enamoró perdidamente de un argentino y se fue a vivir a Buenos Aires con él. Quizás ya sea mamá y uno de los chicos que veo ahora jugar en el árbol donde antes trepaba para espiar a las vecinas sea uno de sus hijos.  En medio de mis reflexiones escucho que llegan mis tíos, que mi papá ya destapó unas botellas de vino, que Guillermo -mi hermano mayor- ha puesto sus discos de Bossa nova, que por cierto me parecen una mariconada, y hay ruido infantil por toda la casa. Saben muy bien esos duendes que mi habitación es campo minado y no pueden entrar.

Hoy y como en todas las reuniones familiares vuelvo a ser el menor de los hermanos, el pequeño. Aún si tuviese cincuenta años, nada cambiaría. Salgo de mi cuarto con los regalos que le he comprado a mi vieja: una cámara fotográfica y un ramo de rosas naranjas, su color predilecto. Gracias a mi papá pude entrar a la casa sin que ella se diera cuenta. La veo tan linda, creo que mientras ella rejuvenece yo envejezco. Me da tres besos y estrena su cámara tomándose una foto conmigo, apuesto a que he salido con los ojos cerrados, para variar. Saludo a todos y luego de unos golpes y patadas de Guillermo me acerco a la sala donde sobre el sillón más grande está sentadita mi abuela, que siempre me pregunta por una novia que tuve cuando tenía quince años. "Luciana" dice la abuela cada vez que le presento a una chica, así sea colega de trabajo o amiga. A pesar de mis esfuerzos ya me resigné a que me cause este tipo de problema. No abuela, Luciana no ha podido venir hoy y tampoco podrá mañana.

Transcurre la tarde y mi papá con Guillermo han sacado sus guitarras y comenzado a hacer su actuación de siempre: El dúo dinámico. Reconozco que hace mucho tiempo intenté convertirlo en trío dinámico pero mis limitaciones musicales me sacaron de carrera. Son muy buenos guitarristas y cantantes, disfrutan de la ovación de la familia luego de cada interpretación, se la merecen. Mientras ejecutan Balada para Adelina, la canción preferida de mi madre, recibo un mensaje de Armando diciendo que está en El Tabernero -un pub español-, con otros amigos del trabajo, que se les ha  ocurrido ir a comer tapas y que me una a ellos. Estoy cómodo en casa, es un sábado tranquilo y familiar pero hace mucho que no salgo con los muchachos de la oficina. Me despido de todos, nos veremos pronto, los quiero mucho. Te amo mamá, prometo llamarte más seguido. Guillermo de mierda deja de golpearme. Sí, abuela, saludaré a Luciana de tu parte.

Entro al pub que hoy está ambientado con rock de los ochentas, no precisamente mi época preferida. Ahora vamos por los colegas y las tapas, veo que Alberto alza el brazo para señalarme la mesa donde está con Pablo y Miguel, dice que dentro de poco llega también Christian, si es que su mujer le da permiso. Están comiendo unas croquetas de jamón, mis favoritas. Pido al mesero que traiga una ronda más de croquetas de jamón, otra de pollo, salsa de ají y una jarra de sangría. Hoy es un buen sábado muchachos, yo invito la ronda. A dos mesas de nosotros hay un grupo de amigos que celebran una especie de despedida porque todos llevan un gorrito azul que dice “Pucho”. Al mesero que nos atiende le han pedido que tome fotos y ya tiene como veinte cámaras en la mano. Creo que nuestras tapas y sangría tardarán un poco en llegar.

Felizmente entre todos ya conocemos el código de no hablar de trabajo fuera de las oficinas y así cuando salimos la pasamos mejor. No hay nada más triste que conversar de lo mismo todo el tiempo, aunque nunca falta uno cuya única vida transcurre allí y no tiene más temas de conversación. Hace diez minutos que mis amigos están apuntando a una pareja de la mesa del tal Pucho que discute desde hace un buen rato y se han separado un poco del grupo. Yo estoy de espaldas a esa mesa y más bien me concentro en un par de rubias que están sentadas cerca a mí y van por su segundo Apple Martini. Mientras tanto ellos siguen comentando, hablando huevadas del sujeto que discute, que la chica está buenísima y no sé qué más. Alberto me mueve el brazo y me dice que no me debo perder lo que ahí sucede, que el tipo ha tirado algo sobre la mesa y se ha largado del pub. Ustedes parecen viejas chismosas, es increíble. Que vamos a consolarla dice Pablo riéndose, el típico carroñero de mierda. Dejo un rato a mis rubias del Martini y volteo a ver de qué tanto hablan. Cállense todos, idiotas. Me levanto de mi asiento e instintivamente me dirijo a la mesa de Pucho. No, no es una fantasía, menos un sueño, aunque ya te he alucinado antes y cada vez me preguntaba qué podría decirte en aquel momento que cruzaríamos nuevamente nuestras miradas. Reconozco esos hombros desnudos, ese cabello recogido. Sientes que te estoy mirando porque giras la cabeza y sé que tampoco te lo esperabas. Quién se ha atrevido a inundar así tus ojos de lágrimas, Minita.



[Siguiente capítulo: VII. Buena suerte y hasta luego]

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